«La promesa», una meditación impactante de un judío, cardenal de París
La perennidad de Israel ha planteado problemas teológicos desde los primeros siglos. ¿Cómo interpretarla a la luz del misterio de Cristo? La tentación de considerar que los judíos fueron rechazados por no haber reconocido a Jesús como Mesías y que la Iglesia sustituyó a Israel en cuanto pueblo elegido de Dios ha rebrotado de diversos modos a lo largo del tiempo. Pero «la teoría del rechazo de Israel es un error, un absurdo, pues supone que Dios puede ser infiel a su Alianza. Eso es no haber entendido el misterio de Cristo», afirma el cardenal Jean-Marie Lustiger en un libro que ha tenido amplia resonancia. La traducción española acaba de ser publicada (1).
En las últimas décadas se han realizado importantes esfuerzos en el ámbito cristiano para apreciar mejor el judaísmo, impulsados en gran medida por el empeño de Juan Pablo II en propiciar un diálogo fraterno con nuestros «hermanos mayores».
Sin embargo, desde mediados del siglo XX, tras el horror de la Shoah, la necesidad de un mejor conocimiento mutuo reclamaba el carácter de urgencia. La declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II (28 de octubre de 1965), en su número 4, constituyó un hito decisivo en el modo de afrontar esta cuestión al confesar que la religión judía no resulta extrínseca al cristianismo, sino que tiene algo que la Iglesia reconoce como parte del patrimonio de su propio misterio.
Cardenal Jean-Marie LustigerTextos dirigidos a cristianos y a judíos
Uno de los personajes que pueden hablar con mejor conocimiento de causa sobre la presencia de Israel en el misterio cristiano es sin duda Jean-Marie Lustiger. Nació en una familia judía de origen polaco emigrada a París en los comienzos del siglo XX. Su madre fue deportada durante la ocupación nazi y murió en el campo de concentración de Auschwitz. Recibió el bautismo en 1940. En ese momento crucial de su existencia ya era consciente de que esta decisión no suponía renegar de sus orígenes, sino llegar hasta las últimas consecuencias en la fidelidad a la Elección divina, a la Alianza y a la Promesa de las que su pueblo se sabe depositario.
En 1979, cuando era párroco de Sainte Jeanne de Chantal en París, las monjas de Sainte Françoise Romaine le pidieron que les predicase un retiro de una semana para ayudarlas a orar y meditar sobre el misterio de Israel. En el marco de la oración en voz alta, ante una comunidad contemplativa, fueron aflorando de modo natural reflexiones hondamente vividas en su experiencia personal. Al profundizar en el misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús no se alejaba de Israel, sino al contrario.
La trascripción revisada de esas meditaciones es el origen de este libro, publicado tras largas vacilaciones más de veinte años después. La constatación de que algunas posturas manifestadas en esa predicación, que en los primeros momentos dudaba sobre la oportunidad de publicar, eran perfectamente coherentes con lo que Juan Pablo II había expresado de palabra y con gestos simbólicos altamente significativos, le ayudó a tomar tal decisión.
El autor consideró oportuno añadir algunas conferencias que había dictado muchos años después, dirigidas a un público preferentemente judío. Adjuntó, pues, los textos de sus intervenciones, pronunciadas en 1995 en la Universidad de Tel Aviv, y luego, en 2002, ante el Congreso Judío Europeo en París, ante el Congreso Judío Mundial en Bruselas, y ante el Congreso Judío Norteamericano en Washinghton.
Israel en el misterio cristiano
La aventura de acceder al Evangelio guiado por las sugerencias del arzobispo de París constituye una continua provocación al lector, que a cada paso se siente movido a detenerse un momento para reparar más despacio en las consecuencias que se siguen de un texto, el bíblico, que tal vez ya pensaba conocer bien.
Por ejemplo, en el capítulo segundo del Evangelio según San Mateo, Lustiger observa que Herodes no es Israel, sino un rey pagano, idumeo; pero, en cambio, Jesús, el Mesías, sí que responde a las esperanzas de Israel. Herodes es un poder pagano que reina de modo tiránico. Su pecado consiste en negarse a reconocer lo que se da precisamente como una «buena noticia», la gracia otorgada a Israel del advenimiento del Mesías; es más, en rechazar la Elección realizada por Dios para intentar quedarse él personalmente con su reino. La matanza de los inocentes está anticipando el misterio de la Pasión. «El evangelista nos lo dice en un relato emocionante, casi insoportable: el rechazo del Mesías, su muerte operada proféticamente por Herodes -antes de ser ejecutada por los romanos- a través de la inmolación de los hijos de la casa de David» (p. 67).
Uno de los momentos más íntimos, delicados e inquietantes del libro es aquel en que Jean-Marie Lustiger anuncia que desea compartir una reflexión interna: «Debemos creer -pues de lo contrario, Dios parecería incoherente con respecto a su promesa- que todo el sufrimiento de Israel, perseguido por los paganos a causa de su Elección, forma parte de los sufrimientos del Mesías, así como la masacre de los niños de Belén forma parte de la Pasión de Cristo» (p. 92). He aquí el núcleo mismo del entramado de pensamiento sobre el que discurren sus meditaciones: «Si una teología cristiana no puede inscribir en su idea de la redención, del misterio de la Cruz, que Auschwitz también forma parte del sufrimiento de Cristo, nos encontramos frente a un absurdo total. Porque la persecución de los elegidos de Dios no es un crimen semejante a todos los crímenes que son capaces de cometer los hombres: se trata de crímenes directamente ligados a la Elección y, por lo tanto, a la condición judía. Hay que llegar hasta aquí en la comprensión de los hechos» (ibid.).
Las promesas hechas a Israel
Volviendo de nuevo, más adelante, al Evangelio de San Mateo, capítulo tercero, observa que el texto «presenta a Jesús como aquel en quien la promesa hecha a Israel se cumple. No un sustituto de Israel, sino el cumplimiento de Israel» (p. 127). En consecuencia, afirma que «sólo se puede recibir el Espíritu de Jesús con la estricta condición de compartir la esperanza de Israel y de acceder a ella» (ibid.). El bautismo es, según la fórmula paulina, una incorporación a Cristo, y en Él un acceso a la elección y a las promesas hechas a Israel. «El misterio de Israel es indisolublemente el misterio de los cristianos» (p. 162).
No es posible, desde una perspectiva coherente con la fe, reducir la consideración de Israel a una cuestión étnica. Las consecuencias morales son presentadas con toda radicalidad: «Si los paganos que tienen acceso a la Alianza en Cristo no recorren ese camino, corren el riesgo de no convertirse realmente y, por lo tanto, de despreciar a Cristo aunque crean honrarlo. ( ) Una de las posibles causas de la crisis actual de la fe en Occidente es, en parte, que el dios al que se rehúsa no es otra cosa que el dios de los paganos disfrazado de Dios de los cristianos» (p. 130).
También la meditación de la Pasión desde la perspectiva del misterio de Israel en el interior de la fe cristiana, ayuda a comprender mejor algunas frases que han planteado graves problemas exegéticos y, lo que es peor, han sido mal interpretadas para justificar torcidas acusaciones de «pueblo deicida» a los judíos. Es el caso del grito del pueblo ante Pilatos, cuando éste finge declinar toda responsabilidad: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). Lustiger hace notar que resulta absurdo entender la exclamación como una auto-acusación de culpabilidad. En realidad, es una frase profética. «Recuerda a la que dice Moisés al pie del Sinaí, cuando sella la Alianza entre Dios y su pueblo, derramando sobre él la sangre de las víctimas (Ex 24,8). Es proféticamente un signo de perdón y de bendición. Hay que tener realmente una imaginación sin fe para ver en esa frase una reprobación. Eso sería no entender nada de lo que es la sangre de la Alianza. ¿Cómo podría condenar la sangre de la Alianza, si en realidad salva? Sería no creer en el Salvador» (p. 149).
La realidad cristiana para los judíos
El camino del reconocimiento y asimilación en la Iglesia de lo que supone Israel en el corazón mismo del mensaje cristiano, que se ha ido abriendo paso cada vez con más fuerza en la segunda mitad del siglo XX, podría llevar consigo una reacción hasta cierto punto simétrica.
En efecto, a lo largo de los veinte siglos pasados casi no hubo, por parte de los judíos, un reconocimiento del hecho cristiano, salvo para acusar ocasionalmente a los cristianos de blasfemia y de persecución. Pero en las últimas décadas, tampoco han faltado reacciones de reconocimiento por parte de algunos judíos. La Declaración Dabru emet del año 2000 es una buena muestra (cfr. servicio 153/01).
Las cuatro conferencias dirigidas a un auditorio mayoritariamente judío que constituyen la segunda parte del libro son testimonio del esfuerzo por explicar el hecho cristiano con un lenguaje y unas actitudes que permitan ser escuchados con atención por quienes contemplan las cosas desde la perspectiva cultural y vital del judaísmo. En ellas se recuerda de un modo u otro que se ha avanzado mucho, pero que aún se puede llegar mucho más lejos.
Reacciones
El libro del cardenal Lustiger ha producido un fuerte impacto y provocado numerosas reacciones. Algunas desmesuradas, como la del biblista católico André Paul cuando critica que «irresistibles acentos celotes se descubren impunemente bajo la púrpura» (L’Express, 5-XII-2002).
Sin embargo, no ha sido eso lo más frecuente. Tanto entre cristianos como judíos se ha reconocido que en el libro hay elementos que incitan a pensar más despacio y sacar consecuencias. «Tiene el mérito -afirma Philippe Haddad, rabino de Nîmes- de situar al antisemitismo como un pecado contra el Espíritu, a la vez que invita a la Iglesia a un retorno a sus fuentes judías. Obliga también al judaísmo a situarse objetivamente en su vocación universal».
Este libro tiene algo de «testamento espiritual» del cardenal arzobispo de París. Ofrece abundante material de reflexión con capacidad de suscitar un pensamiento teológico creativo. Puede ser uno de los sillares adecuados para los cimientos intelectuales sobre los que realizar el deseo expresado en marzo del año 2000 por Juan Pablo II en el Yad Vashem o Memorial del Holocausto: «En este lugar de recuerdos solemnes, ruego fervorosamente que nuestro dolor ante la tragedia que padeció el pueblo judío en el siglo XX, conduzca al establecimiento de nuevas relaciones entre cristianos y judíos. Construyamos un nuevo futuro en el que no existan sentimientos anti-judíos entre los cristianos o sentimientos anti-cristianos entre los judíos, sino más bien, un respeto mutuo entre aquellos que adoran al Dios Único, Creador y Señor, y que ven en Abrahán nuestro padre común en la fe».
Francisco VaroFrancisco Varo (fvaro@unav.es) es profesor de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.____________________(1) Jean-Marie Lustiger. La Promesa. Cristiandad. Madrid (2003). 288 págs. 12,78 €. T.o.: La promesse. Traducción: Silvia Kot.El futuro de las relaciones entre judíos y cristianosEn una intervención en el Congreso Judío Europeo celebrado en París los días 28 y 29 de enero de 2002, Jean-Marie Lustiger explicaba cómo veía el futuro de las relaciones entre judíos y cristianos. El texto aparece en La Promesa, págs. 237-242.
Los firmantes de Seelisberg lo esperaban. Jules Isaac golpeó la puerta. El Concilio Vaticano II la abrió mediante la declaración Nostra aetate. A partir de allí, había que avanzar en el camino del reconocimiento mutuo entre los judíos y los cristianos. Pero era imposible hacer cuentas de las pérdidas y las ganancias de dos milenios ensangrentados. Para trazar los caminos del futuro, había que clarificar y asumir el pasado.
El Papa Juan Pablo II emprendió esa tarea con audacia, amor y respeto, a pesar de las incomprensiones y las contradicciones. Estaba preparado para ello. Conocía la condición judía. Había tenido vecinos, condiscípulos, amigos judíos. Sus costumbres le eran familiares, como también su memoria de las persecuciones. Había visto el aniquilamiento de los judíos en su patria destrozada. Después de la guerra, fue en la antigua cultura de la Europa Central, a la que tantos intelectuales y artistas judíos habían contribuido, donde se desarrolló su comprensión del mundo y de la historia. Es el primer Papa que conoció por experiencia directa el mundo, hoy desaparecido, de las comunidades judías de la Europa Central.
Después de Auschwitz
En el momento en que Karol Wojtyla inauguraba su pontificado, la generación de los contemporáneos de la Shoah, al menos los de Europa, empezaba a salir de su silencio. Entonces, los que «no sabían» percibieron el sentimiento de vacío que marca a esa generación, vacío de las vidas exterminadas, vacío de creencias y esperanzas, vacío de la memoria. Desde ese momento, Auschwitz se convirtió para todos en el símbolo de una memoria calcinada (…)
Por su parte, el Papa tomó iniciativas de un extraordinario alcance simbólico. Pudo hacerlo solamente gracias a la voluntad y la valentía de los responsables judíos.
Dejo de lado el acuerdo diplomático concluido entre el Estado de Israel y el Vaticano. Su texto es sorprendente por su contenido religioso e histórico.
Menciono aquí dos gestos, entre muchos otros, que mostraron lo que quiere la Iglesia, y a lo que se ha comprometido ante la opinión pública mundial.
La visita del Papa a la gran sinagoga de Roma: su fotografía con el gran rabino tuvo una influencia mayor que un largo discurso.
Su peregrinación a Tierra Santa, su visita a Israel, su plegaria en el Muro occidental, han conmovido a los espíritus más hostiles, indiferentes o escépticos.
Al mismo tiempo Juan Pablo II ha desarrollado una enseñanza trascendental sobre la relación de los cristianos con el pueblo judío. El Papa pide a los cristianos que descubran con una nueva mirada al pueblo judío, no solamente en la Biblia, sino también en la historia de los últimos dos milenios. (…) Esa reflexión mira la historia humana a la luz de la Revelación. Nos invita a comprender el significado que tiene para todos los hombres la Elección del pueblo judío. Desconocer o negar esta Elección privaría de todo significado a la historia de la salvación, fundada por la fe cristiana, y tal vez también a toda la historia humana.
Hacia un verdadero diálogo
Un enorme trabajo se ha realizado, pues, en los espíritus tanto de los cristianos como de los judíos: clarificar y reconocer las responsabilidades cristianas en el drama de la segunda guerra mundial. Renovar los lazos rotos de una historia bimilenaria común. Enfrentarse mutuamente con las quejas acumuladas, en toda su realidad, aunque pareciera cruel, para que no quedaran ya cosas guardadas entre los herederos de esta historia.
Restablecer, así, por encima del vacío de la Shoah, la continuidad de la historia europea, recuperar un diálogo iniciado, roto, reanudado, después de dos milenios. Así, juntos descubrimos que Auschwitz no detuvo la historia puesto que, asumiendo todo el pasado, tenemos la voluntad común de vivir nuestro futuro común de servicio a la humanidad. (…)
Hemos llegado a un momento histórico en que es posible recomenzar un verdadero diálogo, interrumpido hace casi dos milenios: un diálogo que, debemos reconocerlo, ha sido desarrollado como en voz baja por espíritus eminentes, olvidados demasiado pronto. Por cierto, el diálogo no suprimirá las oposiciones y las diferencias entre judíos y cristianos. La profundización en la Palabra de Dios, por ambas partes, hará comprender con respeto lo que el Espíritu permite a cada uno entender y creer. Cristianos y judíos se descubrirán necesarios unos a otros en una concepción más viva y más fuerte de la grandeza del don de Dios y de la belleza del destino del hombre.