El 17 de diciembre el Papa Francisco recibió en audiencia a la delegación de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte. Pronunció unas palabras improvisadas, pero entregó a los presentes el discurso que había preparado para esa ocasión, con su agradecimiento por el trabajo que realizan “a favor de la abolición universal de esta cruel forma de castigo”.
Entre los actos del pontificado de Francisco que reflejan su compromiso con la causa de la abolición, destaca el cambio en la redacción del n. 2.267 del Catecismo de la Iglesia Católica, introducido el pasado agosto.
Citando un discurso suyo de 2017, el Papa explica que la modificación “expresa el progreso de la doctrina de los últimos Pontífices así como también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una pena que lesiona gravemente la dignidad humana”. Ejemplo de esa evolución son las variaciones que introdujo en 1997 Juan Pablo II para restringir la pena de muerte.
La profundización doctrinal “implica asumir también nuestra responsabilidad sobre el pasado y reconocer que la aceptación de esa forma de castigo fue consecuencia de una mentalidad de la época, más legalista que cristiana, que sacralizó el valor de leyes carentes de humanidad y misericordia. La Iglesia no podía permanecer en una posición neutral frente a las exigencias actuales de reafirmación de la dignidad personal”.
Se produce así un desarrollo doctrinal armónico, desde la perspectiva perenne de la defensa de la dignidad de la vida humana. Lleva a “reflejar en el Catecismo que, sin perjuicio de la gravedad del delito cometido, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es siempre inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. En el plano teológico, “Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una nueva vida. A nadie, entonces, puede quitársele la vida ni la esperanza de su redención y reconciliación con la comunidad”.
El Papa alaba, las resoluciones de la ONU sobre moratoria del uso de la pena de muerte, como camino hacia la abolición universal. Y reitera su condena de las “ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, que son un fenómeno lamentablemente recurrente en países con o sin pena de muerte legal. Se trata de homicidios deliberados cometidos por agentes estatales, que a menudo se los hace pasar como resultado de enfrentamientos con presuntos delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para proteger a los ciudadanos”.
Respecto al principio de legítima defensa, Francisco recuerda que el Catecismo lo concibe no solo como derecho, sino como deber (nn. 2264-5), dentro de su carácter necesario y mesurado descrito por santo Tomás de Aquino en un texto citado por el Pontífice.
Por último, el Papa subraya la necesidad de completar los principios tradicionales de la justicia con una ética del cuidado.