Análisis
¿Qué ha pasado para que el discurso más académico de Benedicto XVI en su visita a Baviera, pronunciado en la Universidad de Ratisbona, haya despertado un inesperado aluvión de críticas de portavoces musulmanes? Como suele ocurrir en estos casos, las primeras críticas suelen transmitir una idea simplificada -el Papa habría dicho que el islam es una religión violenta-, y los que vienen detrás se limitan ya a atacar a quien ha pronunciado tal «ofensa», sin preocuparse de conocer el texto y el contexto original.
El discurso pronunciado por Benedicto XVI el 12 de septiembre no versa sobre las relaciones entre el cristianismo y el islam, sino sobre «Fe, razón y universidad». El tema central es una cuestión muy querida en la reflexión del teólogo Ratzinger: la racionalidad de la fe, el interrogarse sobre Dios por medio de la razón, la convergencia entre la fe bíblica y la filosofía griega.
En este contexto, y con el estilo habitual de un académico que hace una cita que viene bien para el desarrollo de su tema, menciona el diálogo entre el emperador bizantino Manuel II Paleólogo (1350-1425) y un erudito persa sobre el cristianismo y el islam. Manuel II Paleólogo, hijo del emperador, había sido rehén en la corte otomana, sufrió la constante presión turca sobre Constantinopla y fue un erudito, autor de obras teológicas y retóricas.
Los párrafos incriminados dicen así: «En el séptimo coloquio editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la «jihad» (guerra santa). Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 se lee: «Ninguna constricción en las cosas de la fe». Es una de las suras del periodo inicial en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el Emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca la guerra santa. Sin detenerse en los particulares, como la diferencia de trato entre aquellos que poseen el «Libro» y los «incrédulos», él, en modo sorprendentemente brusco, se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia, en general, diciendo: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba». El Emperador explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es una cosa irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no goza de la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Quien por lo tanto quiere conducir a otro a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, no de la violencia ni de la amenaza»».
Lo que Benedicto XVI quiere destacar aquí no es el «brusco» juicio del emperador sobre la acción de Mahoma, sino la concepción cristiana del modo de actuar de Dios. «La afirmación decisiva -prosigue Benedicto XVI- en esta argumentación contra la conversión mediante la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios (…). Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad».
De lo que está hablando el Papa es «del encuentro entre fe y razón, entre auténtica Ilustración y religión. Partiendo verdaderamente desde la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, desde la naturaleza del pensamiento helenístico fusionado ya con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios». Dios no actúa de modo arbitrario, sino de acuerdo con la razón creadora; y el hombre, para cumplir el proyecto divino, debe actuar conforme a la razón.
Dos modos de concebir a Dios
Benedicto XVI contrapone aquí dos modos de concebir la trascendencia divina. En un caso, «la trascendencia y la diversidad de Dios son acentuadas en modo tan exagerado, que también nuestra razón, nuestro sentido del verdadero y del bien no son ya un verdadero reflejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con ello, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía».
El secretario de Estado vaticano, cardenal Bertone, ha aclarado en un comunicado que al citar el juicio del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, el Santo Padre no pretendía asumirlo, sino sólo utilizarlo para desarrollar en un contexto académico «algunas reflexiones sobre el tema de la relación entre religión y violencia en general y concluir con un claro y radical rechazo de la motivación religiosa de la violencia, independientemente de donde proceda».
No se trata de un problema de choque de civilizaciones. El mismo comunicado recuerda la advertencia, dirigida en otro discurso de Benedicto XVI a la cultura occidental secularizada, para que se evite «el desprecio de Dios y el cinismo que considera la irrisión de lo sacro como un derecho de la libertad».
En el mismo discurso en la Universidad de Ratisbona el Papa ha afirmado que la dimensión religiosa es esencial para un fructuoso diálogo entre culturas: «Las culturas profundamente religiosas del mundo ven la exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que es sorda ante lo divino y que relega a la religión al ámbito de las subculturas es incapaz de participar en el diálogo entre las culturas».
Los portavoces islámicos deberían comprender que Benedicto XVI, al defender la apertura de la modernidad a Dios, está abriendo también espacio para todas las religiones. Y deberían plantearse si las dificultades del islam para encontrar su lugar en el mundo moderno provienen, no de los enemigos exteriores siempre invocados (los nuevos «cruzados», el Occidente agresor, los colonialistas), sino de un problema no resuelto entre la razón y la fe coránica.
Juan Domínguez