El problema de fondo sobre el sacerdocio de la mujer

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Dermot Roantree reflexiona sobre las razones de fondo por las que la Iglesia católica no admite el sacerdocio femenino (The Irish Times, Dublín, 28-II-94).

No resultaría fácil a mujeres como Ann Widdecombe o la Duquesa de Kent, escribe Roantree, explicar su conversión a las partidarias del sacerdocio femenino. «¿Cómo justificarán su decisión de abandonar una Iglesia que ha abierto el sacerdocio ministerial a su sexo para pasar a otra Iglesia que se niega tenazmente a hacerlo?» La dificultad no estriba en que no tengan razones, sino en que no hablan el mismo lenguaje. «La cuestión del sacerdocio femenino no tiene que ver, ante todo y principalmente, con la mujer ni con el sacerdocio: tiene que ver con la tradición. Y esta palabra significa una cosa para los católicos y los anglicanos partidarios de la ordenación de mujeres, y otra completamente distinta para aquellos, católicos o anglicanos, que se oponen».

Roantree ilustra esta diferencia citando el argumento empleado por un grupo de católicos que defienden la ordenación de mujeres. Según ellos, la postura de la Iglesia católica viene a ser: «Así se ha hecho durante veinte siglos». Y replican que, con ese criterio, no se podría cambiar nada.

Pero esa idea de tradición, precisa Roantree, no es la de la Iglesia católica, sino más bien la del anglicanismo dominante. Éste «sostiene desde hace mucho tiempo una noción historicista y relativista de la tradición que deriva en gran medida del conservadurismo británico. En general, se pone de parte de la Escritura y la tradición, pero se considera suficientemente libre para dar de lado al pasado si así lo requiere el momento histórico».

En cambio, para Roma, «tradición significa que el depósito de la fe que se remonta a la Iglesia primitiva -la doctrina de Cristo, de los Apóstoles, de los primeros concilios ecuménicos, y las enseñanzas comunes de los Padres- tiene valor normativo permanente. Ciertamente, desde entonces se desarrolla gracias a la vida y a la enseñanza cristianas; pero la historia misma no se convierte en norma».

¿Desarrollo o alteración de la doctrina?, se pregunta Roantree. «Todos los conversos anglicanos, al menos desde los tiempos de Newman, saben que ésta es la gran cuestión que se plantea a Roma. Como Ives Congar solía decir, no se puede ir contra la enseñanza católica, pero se puede ir más allá».

La diferencia se puso de manifiesto en la correspondencia entre Roma y Canterbury a propósito del sacerdocio femenino. «Canterbury sostenía que la Escritura y la tradición no son un absoluto, que un pueblo en camino tiene que escuchar al Espíritu mientras peregrina. Y Roma decía no: la Escritura y la tradición son un absoluto, y el Espíritu no se contradice a sí mismo mientras acompaña a los peregrinos».

Cuando el magisterio católico insiste en que la exclusión del sacerdocio femenino obedece a razones doctrinales, no meramente disciplinares, la corriente feminista suele replicar que la doctrina católica adolece de una visión patriarcal. En particular, porque equipara, dicen, lo masculino con el poder y lo femenino con el amor. Este diagnóstico, responde Roantree, no se corresponde con la verdadera enseñanza católica. A este propósito, recuerda una anécdota: una feminista preguntó a un arzobispo por qué se excluía del centro de la Iglesia a la mitad del género humano; el prelado respondió que «el centro no es el sacerdocio, sino el amor».

«Considerar las cosas en términos de un antagonismo entre poder y amor puede fácilmente llevar a las partidarias del sacerdocio femenino a entender que su objetivo es compartir el poder. Pero volver al lenguaje del poder para describir el sacerdocio es un paso retrógrado que catapultaría otra vez a la Iglesia al clericalismo anterior al Vaticano II. El claro perdedor sería el laicado. Se perdería gran parte del terreno ganado con el redescubrimiento de la importancia fundamental del sacerdocio común de todos los fieles, mujeres y hombres».

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