Precisamente cuando son evidentes las limitaciones físicas de Juan Pablo II, destaca más su fuerza interior, comenta el escritor Juan Manuel de Prada en ABC (Madrid, 14-VI-99).
De unos años acá, se ha desatado un debate mediático (si el oxímoron es tolerable) sobre la salud del Papa Wojtyla. (…) Parece que se estuviese insinuando: ¿qué signos de vitalismo podemos esperar de una institución que confía su jefatura a un viejo chocho?
Cada uno de sus viajes pastorales se convierte en una excusa renovada para que esta legión de carroñeros lancen sus pullitas; el último tropezón del Papa en Polonia, saldado con una brecha que condecora su cráneo, ha desatado un nuevo cafarnaum de comentarios chistosos o mostrencos.
Prescindiendo de adhesiones religiosas, quisiera hoy mostrar mi admiración por ese viejo que agota sus días en el cumplimiento de la misión que le ha sido asignada. Como el soldado que siente una y otra vez el beso cruento de la espada pero se niega a abandonar el campo de batalla, Wojtyla merece el aplauso y la reverencia que se profesa a los héroes, esa especie en peligro de extinción. Que, en pleno desprestigio de la vejez (una edad que la agresividad analfabeta de nuestras sociedades ha desterrado a un arrabal de piadosa desidia), un hombre decida exponer al escrutinio público las heridas minuciosas que los años le han ido dejando y se levante cada mañana, sobreponiéndose al reúma y a las cicatrices del alma y de la carne, para seguir pronunciando su verdad refractaria a las modas, me parece un espectáculo de incalculable belleza.
Esa vejez fecunda que se inmola ante las multitudes constituye uno de los emblemas más esperanzadores de una civilización que ya agoniza. Quizá no creamos en el evangelio que propaga, ni en la jerarquía que lidera, ni en la raíz divina de su mandato, pero la valentía de un viejo que carga con la cruz de una existencia extenuadora, para seguir ejercitando su vocación, no puede ser despachada con una sonrisita sarcástica. Hay demasiada abnegación en su gesto, hay demasiado heroísmo en su figura desvencijada, hay demasiado entusiasmo en la actitud de un viejo que prefiere el polvo y los abrojos del camino a la molicie de su palacio vaticano.
(…) Hoy, cuando tantos politicastros y titiriteros de la demagogia se esfuerzan por preservar un aire juvenil, temerosos de que los sondeos de popularidad anuncien su declive, se agiganta la figura de Wojtyla, ese viejo fatigador del atlas. No se me ocurre imagen más enaltecedora y vitalista que la de un anciano queriendo morir con las sandalias puestas y los labios bautizados de palabras.
Por su parte, Adam Michnik, director del diario polaco Gazeta Wyborzka, da su visión del reciente viaje del Papa a Polonia en un artículo traducido en El País (Madrid, 25-VI-99), al que pertenecen estos párrafos.
«Pienso que el acento dominante de la reciente visita del Papa fue su agradecimiento. Durante veinte años rezó a favor de un cambio renovador de su patria y ahora ha agradecido las transformaciones operadas en ella.
(…) ¿Cómo ha de ser la nueva Polonia en la nueva Europa? El Papa ha respondido a esa pregunta señalando que hay que tener presente la historia nacional y proteger las costumbres y tradiciones. Y, lo principal, ha exhortado a sus correligionarios a cultivar la fe y la identidad católica en un mundo determinado por la globalización y la secularización. En una palabra, no ha asustado con la democracia, Europa y el pluralismo. (…) Al dar las gracias a la Iglesia polaca, el Papa ha subrayado repetidamente que goza de plena libertad y derechos.
(…) Ha dicho que en la civilización contemporánea, a menudo democrática y rica, pero también despiadada, cínica y cruel, hay que saber cultivar la sensibilidad, la sencillez evangélica y la bondad humana.
(…) Juan Pablo II ha llamado por su nombre al mal totalitario: fascismo y comunismo. (…) Pero ha condenado el pecado, no a los pecadores. No ha ofendido, humillado ni descalificado a nadie. No olvidar no significa no perdonar, porque la amnistía nada tiene que ver con la amnesia. Pero no se trata de recordar para la venganza, para el odio, para humillar al adversario. Por eso pienso que las palabras del Papa han tenido un efecto purificador.
(…) La dureza de sus palabras sobre la sensibilidad ante los pobres, los parados y los marginados exige que la solución de ese problema sea un reto para todos. Y es que la solución no depende sólo del Estado, sino de cada uno de nosotros, de todos nosotros.
Los católicos polacos son muy diversos. La comunidad católica -constatación trivial- es como toda la sociedad. Eso significa que en esa comunidad está parte de lo mejor de la sociedad, pero también parte de lo peor. Por eso me pregunto: ¿una petición del Papa dirigida a los católicos para que sean tolerantes con otros no sería un gesto muy significativo a favor del bien común?
Polonia jamás pertenecerá a los ex comunistas, como tampoco a los partidarios de Solidaridad. Jamás será confesional ni ideológica. Polonia seguirá siendo propiedad común, y será democrática y pluralista. Se respetarán en ella las tradiciones, pero será pluralista. Entenderá su historia y tratará de enderezarla. Así entendí yo el mensaje de Juan Pablo II. Mucho me gustaría que mi país fuese también tolerante, aunque enzarzado en constantes debates, fiel a su identidad llena de diversidad, pero libre de odios.
Hace veinte años, el Papa llegó para sembrar. Conocía bien su campo, su pobreza, sus zonas estériles y llenas de maleza. Esta vez lo ha hecho para recoger la cosecha de libertad, verdad y esperanza, y para sembrar nuevas simientes. Ojalá den otra cosecha tan abundante como la última».