Incierto porvenir de la minoría cristiana en el mundo árabe

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En un momento en que el islam en Europa reclama su homologación legal con las demás religiones, surge inevitablemente la cuestión de la reciprocidad en los países árabes. No se trata en este caso del respeto a la libertad religiosa de una población extranjera. Lo que se plantea es el derecho de una minoría tan árabe como el resto de la población, pero de religión cristiana.
Kamran es libanés, y, aunque no ha cumplido los 40 años, lleva 19 trabajando en una embajada occidental en la capital de Arabia Saudí, Riad. Su mujer, Soheila, también libanesa, trabaja en la misma legación. Ambos solicitaron hace años el visado europeo, y no pierden la esperanza de conseguirlo. Su sueño no consiste tanto en buscar Eldorado en Europa como en alejarse de Oriente Próximo. «Es muy duro vivir aquí siendo árabe y cristiano», comenta Kamran. Soheila asiente: «Si somos de la misma raza, ¿por qué nos detestan tanto?». Buena parte de los casi 12 millones de cristianos que viven en Oriente Próximo se formulan la misma pregunta. La respuesta es con frecuencia el éxodo a Occidente.

Para muchos cristianos árabes, la emigración representa el final de un largo proceso de exclusión y de persecución, más o menos directa, en todos los países del área. En Tierra Santa, en particular en Cisjordania, existe un boicot casi permanente a los negocios dirigidos por los palestinos cristianos. En Egipto los coptos han sabido mantenerse al frente del sector privado de la economía, pero tienen desde hace siglos la categoría de ciudadanos de segunda y no pueden acceder a los cargos públicos.

Temor a la desaparición

Desde la desgraciada guerra civil (1975-1990), los cristianos libaneses han visto reducida drásticamente su participación en el poder. En 1932 eran el 55% de la población del Líbano. Hoy son menos del 30%. Más de la mitad de los cristianos de Irak han abandonado el país. En Egipto, el proceso migratorio de los coptos empezó con grandes cifras ya después de la revolución de 1952.

La celebración, hace cuatro años, del segundo milenio del nacimiento de Cristo, ayudó a que se difundiera en Occidente el temor a la desaparición de una de las comunidades cristianas más antiguas en la tierra donde nació el Evangelio. Gracias a la campaña de movilización, la Santa Sede logró canalizar más recursos para sus obras apostólicas en Tierra Santa. Los países del Golfo, donde la comunidad árabe cristiana es mínima pero donde trabajan -en condiciones penosas- millón y medio de católicos asiáticos, fueron objeto de especial atención, pese a que la intolerancia sin fisuras de sus regímenes políticos integristas pone numerosas trabas a cualquier tipo de ayuda del exterior.

Las dificultades tradicionales han provocado un éxodo de árabes cristianos, más determinado por las expectativas de ascenso en la escala social y económica en Occidente. A esto se suma desde hace años el auge del integrismo islámico en prácticamente todos los países de la región. Monseñor Giuseppe de Andrea, nombrado en 2000 primer nuncio residencial en Kuwait, con competencias para los siete países del Golfo, lo explicó hace meses en unas declaraciones a un diario español. «Temo -comentó De Andrea- que puedan producirse más restricciones para la minoría cristiana. Los gobiernos islámicos se han endurecido en materia de tolerancia religiosa. No hablo sólo de los wahabí saudíes, quizá la rama más dura de la mayoría suní. Todos los líderes musulmanes han reforzado sus llamadas a la defensa de su identidad».

Desde la invasión de Irak, en marzo del año pasado, la llamada de buena parte de los imanes (los clérigos musulmanes responsables de la predicación en las mezquitas) al rechazo de los valores occidentales en la nebulosa semántica de la invocación a la yihad, la guerra santa, es aún más perentoria. Los atentados de la red islamista Al Qaida, que recorren toda la geografía del islam, desde Indonesia hasta Marruecos, no han buscado -hasta la fecha- objetivos propiamente árabe-cristianos. Pero han creado un clima sofocante para las comunidades cristianas, más que nunca sospechosas de connivencia con el «enemigo occidental».

Iniciativas de apoyo

Los últimos estudios estadísticos sobre la disminución de cristianos en el mundo árabe, realizados antes de la invasión de Irak, hablan con dramática elocuencia de la lenta desaparición de la más primitiva de las comunidades cristianas. A finales de 2001, Belén, la ciudad cristiana por antonomasia, había perdido la mayoría de población cristiana que mantuvo casi de modo ininterrumpido a lo largo de dos milenios. Otro tanto ocurrió con Nazaret, ciudad en la que los cristianos eran mayoría antes de la creación de Estado de Israel.

La situación en estas dos ciudades, y en general en toda la región, ha movilizado numerosas iniciativas -en particular en Estados Unidos- y un plan de apoyo a la comunidad árabe-cristiana por parte de la Custodia de Tierra Santa, encomendada a los franciscanos. Su proyecto incluye la construcción de viviendas para los sectores más necesitados de la población palestina, y becas de estudio que faciliten a los jóvenes árabes católicos obtener su titulación en Israel o en los territorios ocupados sin necesidad de emigrar a Europa o a Estados Unidos.

Las iniciativas de apoyo a las comunidades cristianas apenas han servido hasta la fecha para aliviar la sensación de abandono entre la población árabe-cristiana. El desconcierto y la irritación se centran en la actitud de los gobiernos occidentales, que suelen hacer la vista gorda en materia de libertad religiosa cuando se trata de estrechar relaciones políticas o comerciales con los regímenes más intolerantes de Oriente Próximo. Algunas de las iniciativas políticas, tomadas casi exclusivamente en Estados Unidos, apenas han servido para sensibilizar a la opinión pública norteamericana respecto a la pobre suerte de los cristianos del mundo árabe. Cuando no han sido trivializadas con el sambenito de «fundamentalistas». Ése es el caso de la propuesta de un conocido político neoyorquino, que pidió un boicot de los productos de las compañías norteamericanas que hacen negocios con los regímenes árabes que persiguen a los cristianos.

Solo EE.UU. se preocupa

En el terreno institucional, Estados Unidos es, sin embargo, el único régimen occidental que se preocupa por la cuestión. Washington ha tratado de mostrar su «respaldo moral» a las minorías cristianas dentro del islam a través de las audiencias especiales organizadas por el Senado, y sobre todo con el informe anual sobre la persecución religiosa en el mundo que desde 1999 publica el Departamento de Estado.

La campaña de denuncias ha comenzado a prender en algunos círculos mediáticos occidentales. Una cosa es plantearse si es oportuno exigir a los regímenes árabes los estándares democráticos del Occidente cristiano. Y otra muy distinta comulgar con ruedas de molino en materia de derechos fundamentales del hombre. Entre ellos, el de la libertad religiosa.

En uno de sus últimos números, el semanario The Economist (3-IV-2004) aborda el problema al analizar el afán de algunas elites árabes por lograr en sus países mayor espacio de libertad política y económica. La revista establece un ranking de libertades en los 18 países árabes. En cabeza de la lista, sumadas las distintas puntuaciones, figura Marruecos. En la cola, Arabia Saudí, el país con más estrechas relaciones económicas con Occidente.

En materia de libertad religiosa, el informe de The Economist sitúa a Túnez como el país más tolerante. Le siguen Siria e Irak, curiosamente los dos regímenes árabes tradicionalmente «canallas» para la Administración norteamericana. Países como Marruecos, Líbano y Jordania logran un aprobado más o menos raspado, mientras que el resto de los países árabes registran graves carencias en su respeto a las minorías no musulmanas. La revista otorga al régimen de los 7.000 príncipes saudíes un cero tanto en materia de libertad política como de libertad religiosa, entendida por el influyente semanario liberal como libertad de culto y separación del poder político respecto al religioso.

En Arabia Saudí, ni una biblia

La vida para los no musulmanes adquiere niveles intolerables en Arabia Saudí, el régimen guardián de los lugares santos de La Meca y Medina y, por lo tanto, en cierto modo paradigma para los 1.300 millones de musulmanes de todo el mundo que están obligados a hacer, al menos una vez en su vida, una peregrinación a la patria del profeta Mahoma.

Esta circunstancia sirve a las autoridades políticas saudíes para justificar el rigor con que aplican el integrismo en todos los aspectos de la vida pública, y el celo con que persiguen a los no musulmanes. Según la tesis oficial, es un «mandato de Dios» transmitido a través del profeta que no se permita la presencia de ninguna otra religión en la tierra donde nació el islam. La interpretación literal de la sura del Corán tiene algunos detractores dentro de Arabia Saudí -y, desde luego, en muchos círculos coránicos de otras naciones árabes-, pero la prohibición de iglesias, incluso dentro de los recintos de las embajadas, y del más mínimo signo religioso no islámico es inapelable.

Nada, ni remotamente, puede sugerir la presencia en Arabia Saudí de otra religión. El hallazgo de un crucifijo o de una biblia basta para dictar la orden de expulsión en el caso de los extranjeros, o para fijar penas severas si se trata de un musulmán saudí. Son relativamente frecuentes las redadas de la policía religiosa (la mutawa) en domicilios privados donde se sospecha que pueden reunirse más de dos extranjeros, por lo general filipinos, para rezar. Según se cuenta en Riad, la compañía Swissair tuvo problemas para operar en Arabia Saudí por su logotipo, en el que aparece una cruz.

Cristianismo de catacumbas

La intolerancia que existe en Arabia Saudí -el único país árabe sin relaciones con el Vaticano- es especialmente dolorosa por una circunstancia: del millón y medio de católicos que residen en el área del Golfo Pérsico, en su mayoría trabajadores inmigrantes procedentes de la India y Filipinas, medio millón trabajan en territorio saudí. El único medio para mantener a flote su fe es la reproducción del régimen de las catacumbas.

Afortunadamente, la situación se alivia en el resto de los países árabes. El obispo delegado para Arabia Saudí tiene su sede en los vecinos Emiratos Árabes Unidos, un régimen que -junto con el de Bahrein- permite la existencia de algunas escuelas cristianas para los inmigrantes católicos. Qatar otorgó el año pasado permiso para construir la primera iglesia del país, y Kuwait ha aceptado que el Vaticano abra en su capital la sede de la nunciatura para toda la región. El resto del mundo árabe, con los matices que recoge la clasificación de The Economist, mantiene unos niveles de tolerancia hacia las minorías cristianas superiores a los de los países del Golfo.

La situación saudí es especialmente lacerante por otras razones. El régimen de Riad es el primer promotor mundial de la construcción de mezquitas en Occidente, y se siente asimismo responsable de la formación y pago de los imanes que trabajan en ellas. Por otra parte, en su labor tutelar de las comunidades musulmanas en Occidente, los líderes musulmanes buscan la homologación con el cristianismo para obtener más ventajas. Para ello no dudan en recurrir a los conceptos de «tolerancia» y «libertad religiosa consagrada por la Constitución», dos términos que han tomado prestados porque no existen en el diccionario islámico. La falta absoluta de reciprocidad no inmuta a los dirigentes políticos árabes. Pero acabará por conmover, tarde o temprano, a los gobiernos occidentales más afectados por la inmigración musulmana, en la medida en que se mantenga vivo el debate en la opinión pública.

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