El mensaje fundamental de Juan Pablo II está en la misericordia divina, ha dicho recientemente Benedicto XVI. En una carta al episcopado polaco escrita con ocasión del centenario de Karol Wojtyła, el Papa emérito muestra así la unidad entre la enseñanza de su predecesor y la de Francisco.
Tras recordar la vida de Karol Wojtyła en Polonia, Benedicto resalta el contexto histórico de su pontificado. “Cuando el cardenal Wojtyła fue elegido sucesor de san Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia se encontraba en una situación dramática”. Las interpretaciones en torno al Concilio Vaticano II habían causado confusión y dudas. “Esa sensación de que ya nada era seguro, de que se podía cuestionar todo, fue alimentado por la manera en que se llevó a cabo la reforma litúrgica”. La Iglesia parecía en peligro de derrumbarse.
“El nuevo Papa se encontraba ante una tarea casi humanamente imposible. Sin embargo, muy pronto Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia”, desde su grito inicial: “¡No tengáis miedo!”. “Ese tono caracterizó todo su pontificado y lo convirtió en un renovador y liberador de la Iglesia”. Lo que fue posible porque “el nuevo Papa venía de un país donde la recepción del Concilio fue positiva”: allí el criterio “no fue dudar de todo, sino renovarlo todo con alegría”. Así, en sus 104 grandes viajes pastorales, Juan Pablo II “proclamó el Evangelio por todas partes como un gozo”. Además, “en catorce encíclicas presentó la fe de la Iglesia y su enseñanza sobre el ser humano de una manera nueva”.
El centro de su enseñanza
“Hoy –anota a continuación Benedicto–, me parece importante señalar el centro correcto desde cuya perspectiva debe leerse la enseñanza contenida en sus diversos textos”: la misericordia de Dios. El Papa emérito recuerda que a Juan Pablo II le conmovía el mensaje de santa Faustina Kowalska, y en consonancia, quiso instaurar la fiesta de la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua. Consultó a la Congregación para la Doctrina de la Fe –presidida entonces por el propio Card. Ratzinger–, que respondió con reparos: ese día, desde antiguo, era el domingo in albis, y “no debería sobrecargarse con nuevas ideas”. Juan Pablo aceptó el dictamen humildemente y propuso conservar la conmemoración tradicional, pero “incorporando la Divina Misericordia en su mensaje original”.
A este propósito, Benedicto destaca que también otras veces le impresionó “la humildad del gran Papa, que renunció a ideas queridas para él cuando no se mostraron de acuerdo los organismos oficiales a los que, según las normas acostumbradas, debía pedir consejo”.
Finalmente, “la luz de la misericordia de Dios” brilló especialmente en la muerte de Juan Pablo II, ocurrida en la víspera de la fiesta de la Divina Misericordia. La coincidencia fue como una confirmación del empeño de toda su vida: “Asumir personalmente el centro objetivo de la fe cristiana –la doctrina de la salvación–y ayudar a otros a hacerlo propio”. Y la misericordia divina ofrece la salvación a todos por medio de Cristo.
En Juan Pablo II, el poder y la bondad de Dios se han hecho evidentes para todos nosotros
“Aunque este centro de la existencia cristiana se nos da solo en la fe –escribe Benedicto–, también tiene un significado filosófico, pues, como la misericordia de Dios no es un hecho, tenemos que habérnoslas con un mundo en el que el balance final entre el bien y el mal no es reconocible”. Como Juan Pablo II señaló en su último libro, Memoria e identidad, a propósito de la Segunda Guerra Mundial, la misericordia divina es en definitiva más fuerte y pone límite al mal.
En la proclamación de la misericordia, anota Benedicto, está “la unidad interna del mensaje de Juan Pablo II y las intenciones fundamentales del Papa Francisco”. Explica: “Contra lo que a veces oímos, Juan Pablo II no es un rigorista en moral. Al mostrar la importancia esencial de la misericordia de Dios, nos da la oportunidad de aceptar las exigencias morales que se imponen a las personas, aunque el hombre nunca pueda cumplirlas plenamente. Nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la misericordia de Dios, que resulta ser un poder curativo para nuestra debilidad”.
“Magno” por su fe
La carta termina aludiendo al título “Magno” que muchos aplican a san Juan Pablo II. “La palabra ‘santo’ indica la esfera de Dios. y la palabra ‘magno’, la dimensión humana”. La Iglesia reconoce la santidad por las virtudes heroicas de una persona y el milagro de Dios. Ambos criterios están estrechamente vinculados. “Porque la noción de ‘virtud heroica’ no significa una hazaña olímpica, sino que en y a través de una persona se hace visible algo que no tiene su fuente en ella, sino que es lo que la acción de Dios revela en y a través de ella. No se trata de una competencia moral, sino de renunciar a la propia grandeza. Se trata de que el hombre permita a Dios actuar dentro de sí mismo y así hacer visible la acción y el poder de Dios a través de él”.
Benedicto recuerda que los dos Papas llamados “Magno”, León I (s. V) y Gregorio I (ss. VI-VII), salvaron a Roma, no con la fuerza de las armas sino con la fe y la persuasión, de dos ejércitos que amenazaban asolarla: el de Atila, el primero, y el de los lombardos, el segundo. La fuerza de Dios se manifestó también en Juan Pablo II en 1989, con el derrumbe del comunismo en Europa. “No hay duda de que la fe del Papa fue un elemento importante”, dice Benedicto.
Si Juan Pablo II recibirá o no el título de “Magno”, no se sabe, concluye el Papa emérito. “Lo cierto es que en Juan Pablo II, el poder y la bondad de Dios se han hecho evidentes para todos nosotros. En un momento en que la Iglesia está sufriendo de nuevo la presión del mal, es un signo de esperanza y aliento”.