The Economist, que en su número especial con ocasión del cambio de milenio publicó la nota necrológica de Dios, ahora confiesa que se precipitó. En un amplio informe (3-11-2007), reconoce que, contra el pronóstico secularista, la fe sobrevive y en los últimos años da muestras de renovada energía y mayor influencia en los asuntos del mundo. Así, para un responsable político sería un peligroso error ignorar o preterir la religión.
Henry Kissinger no prestó atención al factor religioso en su magna obra Diplomacia, y hoy admite que se equivocó.
Kissinger y The Economist no fueron los únicos. “Desde la Ilustración, ha sido un canon del pensamiento progresista -escribe John Mickletwait, director del semanario británico- que la modernidad (…) haría desaparecer la religión. Está claro que no ha sido así”. El reciente despertar religioso es sobre todo el mentís de la realidad a la ideología, como el propio Economist advierte en el editorial del mismo número: “La idea de que la religión ha reaparecido en la vida pública es hasta cierto punto ilusoria. De hecho, nunca desapareció, al menos no en la medida imaginada por políticos franceses y profesores americanos”.
Esta “vuelta” de la religión es para algunos una desagradable sorpresa, que complica las cosas al introducir en el escenario social y en el internacional un factor más de conflicto y división, para colmo “irracional” y difícilmente controlable. El informe de The Economist se titula “Las nuevas guerras de religión”, que es en el texto el aspecto más destacado, aunque no el único.
De todas formas, el semanario advierte que la fe no siempre es origen o atizador de enfrentamientos, y muchas veces es una poderosa fuerza pacificadora. Recuerda, por ejemplo, que la oposición común a la violencia en Irlanda del Norte por parte de las autoridades religiosas católicas y protestantes contribuyó mucho a la paz. Cita también a Timothy Sha (Council of Foreign Relations), autor de este cálculo: de unos 80 países que se hicieron más democráticos entre 1972 y 2000, en más de 30 la mejora se debió, en mayor o menor medida, a la religión. En cambio, la guerra, la barbarie y el genocidio pueden muy bien darse sin que la fe los provoque, como dice el informe con palabras de George Weigel: “El siglo XX fue el más secular y el más sangriento en la historia de la humanidad”.
Guerras sin necesidad de religión
Aun así, The Economist se atreve a hacer una comparación entre la situación presente y la época de Cromwell, y a formular la siguiente ley general: “Como entonces, la fe prolonga los conflictos”. Admite que “rara vez la religión es el casus belli: es más, en muchos enfrentamientos, notablemente el de Oriente Próximo en los tiempos modernos, es asombroso lo mucho que tardó la religión en convertirse en parte importante de la contienda. Pero una vez que aparece, torna los conflictos más difíciles de resolver. Una disputa sobre la tierra -que se puede repartir- o el poder -que se puede compartir- o las reglas -que se pueden amañar- se convierte en una disputa sobre absolutos no negociables. Si crees que Dios te dio Cisjordania (…) no hay arreglo realmente posible”.
The Economist se expresa como si el conflicto árabe-israelí hubiese estado cerca de resolverse pero, al final, la religión lo hubiese estropeado todo. Lo cierto es que en cincuenta años transcurridos sin que fueran audibles las invocaciones a Dios, hubo cuatro guerras internacionales, terrorismo de la OLP y ocupación israelí de territorios palestinos, que en buena parte aún subsiste. Entre las causas que luego hicieron fracasar los acuerdos de Oslo y empezaron a alimentar la espiral de violencia subsiguiente a la segunda intifada están, por parte palestina, la inoperancia y la corrupción de la ANP, junto con los atentados terroristas; por parte israelí, el bloqueo de los territorios ocupados, la apropiación de suelo para colonias, el levantamiento del muro de separación. En comparación con todo eso, las soflamas fundamentalistas musulmanas o judías son poco más que retórica.
De hecho, cuando hoy se piensa en violencia de inspiración religiosa, viene en seguida a la mente un caso: el terrorismo islamista; pero no es fácil aducir muchos ejemplos más. El informe incluye un mapamundi en el que están señalados los lugares donde hay un conflicto interconfesional (18, según el recuento del semanario) o que han sufrido -o aún sufren- terrorismo de inspiración religiosa (14). Este es en todos los casos islamista.
En cuanto a las luchas entre credos, la cuenta está hinchada. Incluye México y Guatemala, por enfrentamientos esporádicos entre protestantes y católicos (un conflicto de “grado inferior”, dice el propio Economist); Somalia, donde más que divisiones religiosas, ha habido una especie de talibanes que se impusieron a los señores de la guerra hasta que intervino Etiopía; otros lugares donde no se ve tampoco conflicto puramente religioso, sino entre comunidades étnicas que son de distintas religiones, o bien movimientos independentistas o de protesta por parte de minorías con religión propia: Sudán, Etiopía, Kosovo, Israel-Palestina, Chechenia, Xinjiang (China), Sri Lanka, Tailandia, Filipinas, Aceh (Indonesia).
Con base religiosa reconocible, aunque mezclada con factores políticos, quedan los disturbios habidos en partes de Nigeria y de la India, la lucha entre chiitas y sunnitas en Irak, el caso del Líbano, y Cachemira, aunque en esta disputa entre la India y Pakistán, que unos sean musulmanes y otros hindúes ya casi es lo de menos.
A la postre se ve que la “ley” del Economist sobre la conflictividad de la religión presenta tantas excepciones (algunas mencionadas por la propia revista), que apenas tiene valor explicativo. Parece más bien una generalización exagerada a partir de algunos casos. Lo nuevo de los últimos años no consiste en la multiplicación de conflictos religiosos, ni en que la religión intervenga en conflictos antiguos y los encone; sino en la aparición de movimientos terroristas que invocan expresamente el Corán para justificar sus acciones. Pero esto no es un fenómeno de la religión en general.
Consumismo religioso
Más acertado se muestra The Economist al señalar la diversidad como característica del panorama religioso actual. A este propósito cita a otro que rectificó -hace ya veinte años-, Peter Berger, respetada voz en sociología de la religión: “Creíamos que la relación era entre modernización y secularización. En realidad, era entre modernización y pluralismo”. En nuestra época, la gente tiene más libertad individual y más opciones, también para elegir su fe. Esto contribuye a que las sociedades sean multiconfesionales, aunque probablemente no tanto como las migraciones.
En todo caso, “la religión -dice el informe- ya no se da por supuesta o se hereda; se basa en las elecciones de adultos, que deciden ir a una sinagoga, templo, iglesia o mezquita”. Aquí ve el semanario un caso de una tendencia general: también en materia de credo, hoy el consumidor es rey; y encuentra una prueba elocuente en el auge pentecostal, donde nadie ostenta el monopolio del servicio, y un predicador se atrae una nutrida congregación, quizá hasta que otro con más carisma se la quita (cfr. Aceprensa 52/07).
Entonces The Economist hace de su título anteojos y enuncia los tres principios del mercado religioso, que hoy operan con inusitado vigor favorecidos por la globalización. El primero se debe a Adam Smith, que ya en La riqueza de las naciones sostenía que la libre competencia funciona en la religión como en todo lo demás: el clero no oficial, que depende de las colectas, muestra mayor celo proselitista que los clérigos asalariados, “más interesados en hacer la pelota a los mandamases eclesiásticos”, dice The Economist, no Adam Smith. Los otros principios definen la religión moderna por sendos rasgos: fervor y libertad de elegir.
En particular, el fervor es otra sorpresa para los ideólogos secularistas. Al dar constancia de que “la religión más fervorosa va mejor”, The Economist comenta: “En los sesenta se creía que, si fuera a sobrevivir alguna forma de religión, sería del tipo razonable y ecuménico: por ejemplo, un anglicanismo intelectual, o el catolicismo dubitativo de Graham Greene. En realidad, la certeza ha resultado más fácil de vender”. Una muestra, citada por el semanario, es la fuerte expansión de religiones como la pentecostal o el mormonismo, que son exigentes, mientras languidecen las Iglesias contemporizadoras como la episcopaliana. No es tan extraño: si uno quiere saber qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, no le sirve la prédica facilona del “todo vale”; escuchará a quien le ofrezca seguridad (aunque en algún caso sea un iluminado o un charlatán).
En este punto The Economist confunde el entusiasmo con la firmeza de fe. Si el fervor se entiende como lo primero, es más un síntoma que una causa de vitalidad religiosa. Pero si los consumidores quieren certeza, ya no cumplen el principio de utilidad (con perdón de Adam Smith): buscar el mayor beneficio al menor coste. Así ha pasado siempre, por otra parte: a menudo la fe lleva a actitudes antieconómicas, a dar dinero y perder la comodidad a cambio de estrictos intangibles.
Por encima del mercado
Con todo, algo de verdad encierran las leyes del Economist. El pastor sin competidor puede perder feligreses por dormirse en los laureles. El fervor puede ser contagioso. Si uno ya no puede profesar y practicar la fe por simple inercia, sino que ha de tomar una opción expresa, quizá en ambiente desfavorable, será un creyente más celoso. Pero las numerosas excepciones indican que operan fuerzas muy distintas a las del mercado.
El principio de la libre competencia no es perceptible en Polonia. El fervor, como el propio informe reconoce, a menudo es superficial y efímero. La influencia de la opción individual es relativa, porque en realidad el creyente no escoge lo que le más le atrae entre la oferta de credos: quienes han experimentado una conversión dicen que Dios les salió al paso, sin buscarlo en algunos casos. Pero los conversos siguen siendo minoría, y la generalidad de los creyentes mantienen la fe transmitida por sus padres. La religión, en fin, aún es muy comunitaria, lo que explica en parte el éxito del pentecostalismo en gente de condición modesta emigrada a las grandes ciudades de países como Brasil: frente al desarraigo que acusan, la congregación les da solidaridad y sentido de pertenencia.
En el fondo, The Economist quiere encajar la religión en un esquema conocido de motivaciones; pero la religión está en el plano superior de lo que da sentido, de lo que rige las motivaciones. El problema de muchos que han pretendido explicar la religión etsi Deus non daretur no está propiamente en que no sean creyentes (en principio, no hace falta tener fe para estudiarla); el problema es que su prejuicio de que aquello no puede ser verdad les impide comprender a quienes creen. Convierten en ley de la historia su ideología, y sus pronósticos de la muerte de Dios se parecen a los de esas sectas que anunciaban la fecha del fin del mundo, una y otra vez pospuesta.