Contrapunto
En la prensa alérgica a lo religioso, que mira siempre con sospecha a cualquier líder del espíritu, sorprende la excepcional aceptación del Dalai Lama. El jefe del budismo tibetano aparece siempre como el monje tranquilo, el sabio conocedor del camino hacia la paz espiritual, el prototipo de hombre religioso tolerante y pacífico. Es de agradecer que al menos un líder religioso suscite esta visión positiva. Lo curioso es que esta prensa vea con simpatía rasgos que bastarían para descalificar a cualquier otro.
No hay que olvidar que, aunque haya sido despojado del poder político por los chinos, el Dalai Lama fue colocado a los doce años al frente de una teocracia, pues en el Tíbet el jefe religioso lo es también del gobierno. Y esta teocracia no parece que haya sido especialmente fructífera para el Tíbet, a juzgar por el nivel de desarrollo que tenía el país. Por eso sorprende que la prensa más celosa frente a cualquier injerencia del poder religioso en la política no muestre ninguna inquietud ante la teocracia tibetana. Más bien vería con buenos ojos su restauración. Es cierto que el Dalai Lama no adopta posturas de ayatolá fundamentalista, pero tampoco es un ejemplo de líder de un régimen laico y democrático. No importa. Reportajes y entrevistas pasan de puntillas sobre este asunto.
Parte del encanto del Dalai Lama reside en su sencillez, a juzgar por los comentarios de los que han hablado con él. No es una figura hierática y solemne. Lo cual no impide que los entrevistadores den cuenta sin rechistar de fenómenos extraordinarios que en cualquier otro líder religioso serían descalificados como patrañas o exageraciones de seguidores crédulos. En un reportaje publicado en «El Semanal» (3-07-2005) se habla con toda naturalidad de su «emanación», como «el arco iris que aparece cuando practica rituales de iniciación». Él intenta negarlo modestamente, aunque luego explica que el arco iris aparece cuando «un fantasma está feliz». Probablemente los periodistas están dispuestos a suscribir más de lo que afirmaría el propio Dalai. Por eso aseguran sin pestañear que durante la meditación del Dalai Lama -cinco horas al día- «su rostro cambia, pierde las arrugas». Olvídese usted de las cremas y medite.
El citado reportaje nos muestra al líder budista recitando mantras con un rosario en la mano o trazando un mandala, dibujo que es parte de un proceso iniciático. Pero esto no es un signo de religiosidad conservadora, como podría tacharse al catolicismo de rosario y bendiciones. Al contrario, parecen métodos saludables de esa reserva espiritual de la Europa secularizada que es hoy día el budismo tibetano.
Pero el Dalai Lama, como no podía ser menos, ha dejado siempre claro que el budismo no es inamovible. El reportaje nos dice que si la investigación demuestra que hay errores en sus principios básicos (¿cómo podría demostrarlo?), «está abierto a la adaptación». De ahí, entre otras cosas, su interés por la física cuántica, pues está convencido de que «entender la naturaleza de los átomos y de los quarks podría ayudar a comprender los aspectos físicos de la definición budista de la naturaleza transitoria de todas las cosas».
Ciencia y magia
Este interés por la ciencia moderna no es incompatible con la consulta a los oráculos y el consejo de los adivinos, que el Dalai Lama practica de modo habitual. Son elementos de la religión prebudista tibetana, el Bön, una especie de chamanismo y magia que el Dalai no ve razón para abandonar. Al contrario: «En 50 años de experiencia con la adivinación, casi todas las decisiones que he tomado sobre esta base han resultado correctas». Este cóctel de ciencia y magia, razón y oráculos es bien aceptado por una sociedad secularizada, dispuesta a sustituir la religión por la magia, que a fin de cuentas es poder.
El público secularizado de Occidente conecta bien con un líder religioso que no pide que le sigas ni obliga a creer en nada. El reportaje lo sintetiza así: «A sus oyentes occidentales les dice: lo que importa no es lo que uno cree o qué enseñanzas sigue. Lo que importa es la motivación de cada uno para hacerlo y la forma en que lo hace». La incómoda cuestión de la verdad queda aparcada. Hay oyentes pero no creyentes. Cualquier cosa que creas estará bien, si tienes buenos motivos para creerlo. ¿Y quién puede juzgar de las motivaciones sino el propio interesado? Religión a la carta, en la dosis que necesites para mantener la chispa de la vida.
Probablemente esto que pasa por sabiduría tibetana es más un producto a la salsa occidental que auténtico budismo de marca. Por lo menos se advierten claros malentendidos en los comentarios de algunos admiradores. Por ejemplo, la periodista Mercedes Milá, que entrevistó al Dalai Lama, dice que tuvo la impresión de haber hablado con un hombre sabio, del que retiene una frase: «Todos los hombres hemos nacido con el derecho a ser felices». Quizá a la periodista le falla la memoria y lo que está recordando es la Constitución americana. Pero la doctrina budista dice que todo lo que existe está sujeto al dolor, cuyo origen reside en el deseo, en el ansia de vivir, y que el camino para la salvación espiritual es extinguir el deseo. Da la impresión de que el nirvana no tiene mucho que ver con triunfar en «Gran Hermano».
Por lo menos en esta vida. Pues otra de las fuentes de equívocos en el flechazo occidental por el budismo es la reencarnación o metempsícosis. Para los admiradores superficiales del budismo, la idea de reencarnación es el sucedáneo de la inmortalidad, la garantía de que uno va a tener la oportunidad de volver a empezar en nuevas vidas. Pero la doctrina budista ni tan siquiera reconoce el alma individual, un yo único que se reencarne, y el objetivo último de este devenir es extinguir el deseo de la vida y alcanzar el nirvana.
En las fotografías que ilustran las entrevistas para la prensa occidental, el Dalai Lama muestra una sonrisa enigmática y un tanto pilla. Quizá le divierte una admiración tan incondicional por unos motivos tan equivocados.
Ignacio Aréchaga