Todos los años, cuando se acerca la Navidad, el régimen chino emprende acciones contra las comunidades cristianas clandestinas. Pero la campaña de este año, según informa el Washington Post (18-XII-2000), es la más destructiva desde finales de los años 70, cuando se dio por muerta la Revolución Cultural. El periódico norteamericano se hace eco de declaraciones de cristianos -católicos y protestantes- chinos que expresan su dolor al contemplar las ruinas de los templos y lugares de oración que ellos mismos habían levantado con grandes esfuerzos.
El pasado año, la policía de la ciudad de Wenzhou destruyó cinco iglesias católicas y arrestó a varios fieles identificados como líderes. Este año, la razzia ha sido mucho más dura: según la prensa oficial, se han cerrado más de 1.500 lugares de culto. Esta violencia era inesperada, pues en no pocos casos se trataba de templos tolerados por las autoridades locales durante décadas. Wenzhou alberga un próspero puerto de mercancías, y es conocida como la Jerusalén de China, porque -según datos oficiales- uno de cada diez habitantes es cristiano. En los primeros años ochenta, las autoridades permitieron en esta ciudad portuaria del sureste chino un experimento de economía de mercado que generó el enriquecimiento de bastantes empresarios, algunos de cuales promovieron la construcción de varias iglesias católicas. En otro municipio próximo, Qiaotou, cuatro iglesias protestantes que habían cerrado ante la presión de las autoridades, se reabrieron gracias a una mayor tolerancia. Este año, las cuatro iglesias han sido desmanteladas y transformadas en sendos centros recreativos.
Los fieles, en declaraciones a la prensa occidental, argumentan que «las autoridades dicen que existe la libertad religiosa, pero ¿por qué hacen esto con nuestras iglesias? ¿Dónde está la libertad?». Muchas comunidades cristianas se resisten a inscribirse en el registro oficial, porque eso supondría dar a las autoridades los nombres de todos los miembros y de los responsables. «El partido puede vigilar nuestros cuerpos y nuestras mentes -comenta un fiel protestante de Qiaotou al Washington Post-, pero no podrá vigilar nuestras almas».