Las cuentas de los partidos y las de la Iglesia en España

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Contrapunto

Los partidos políticos y la Iglesia católica en España tienen en común una asignatura pendiente: su financiación, que no se asegura solo con recursos propios. Ambos prestan un servicio a la colectividad: la Iglesia ofrece unos servicios que facilitan el ejercicio del derecho de libertad religiosa, amén de otros servicios asistenciales; los partidos son una pieza importante en el engranaje de la vida política, como instrumentos para agregar intereses e ideas de una parte de la sociedad, seleccionar a políticos y servir de enlace entre el público y el proceso de decisión política. Hay motivos, pues, para que en la financiación de Iglesia y partidos concurran los fondos públicos, además de los privados, aunque lo ideal sería la autofinanciación.

En este ideal la Iglesia está mucho más adelantada. Actualmente, el presupuesto de la Conferencia Episcopal y de las diócesis se cubre en un 70% con el dinero de los fieles (el 63% con donativos y el 7% con ingresos por servicios y rentas del patrimonio). En comparación, según datos del Tribunal de Cuentas en 2002, las cuotas de los afiliados cubren una mínima parte del presupuesto de los partidos, desde un 5,7% en el caso del PNV hasta un máximo del 44% en Convergència, mientras que en la mayoría de los casos está en torno al 15%.

Los donativos a los partidos son también poco significativos, excepto en los casos de los nacionalistas (23% de la financiación del PNV; 23% de Convergència; 51% de UDC).

Se diría que la Iglesia es más capaz que los partidos para obtener de los suyos esa identificación que pasa por la cartera. En el caso de los partidos, en general casi todos los consideran necesarios, pero casi todos esperan que otros paguen para mantenerlos. Así que cabe englobarles dentro de la categoría de bienes públicos, que deben financiarse al menos en parte con fondos públicos.

Y así se les está financiando fundamentalmente, con subvenciones públicas en función de los escaños obtenidos en las elecciones y del número de votos. La subvención pública es en casi todos los casos el principal factor de financiación, que alcanza proporciones decisivas en los dos grandes partidos: un 79% en el PP y un 62% en el PSOE (y casi el 80% en los socialistas catalanes).

En comparación, el porcentaje de financiación pública de la Iglesia católica es mucho más reducido (si no se suman indebidamente fondos públicos que no financian a la Iglesia, como los destinados a los colegios católicos concertados que a quien benefician es a las familias que llevan allí a sus hijos, cfr. Aceprensa 145/05). La asignación tributaria (el destino del 0,5% de sus impuestos que hacen parte de los ciudadanos al «votar» por la Iglesia en la Declaración de la Renta) más un complemento del Estado, suponen un 14,1% de sus ingresos; y si se le suman las subvenciones públicas que, como otras asociaciones, pueden recibir las entidades eclesiásticas para fines asistenciales, culturales,… el total de la financiación pública sube al 30%.

Ciertamente, todavía es necesario que los católicos españoles se sientan más comprometidos en la financiación de la Iglesia, como quien saca adelante algo propio. Pero me parece que sería más fácil alcanzar el ideal de la autofinanciación de la Iglesia, con alguna modificación técnica en los Acuerdos Económicos con la Santa Sede, que lograr una financiación de los partidos que no dé lugar a fraudes ni a gastos desmesurados en las campañas.

Figurémonos qué se habría dicho si los obispos obligasen a los profesores de religión a destinar un porcentaje de su sueldo a la financiación de la Iglesia, siguiendo los métodos de los dirigentes de Esquerra Republicana. O si la utilización de fondos públicos por parte de la Iglesia recibiera los varapalos que recibe la de los partidos cada vez que el Tribunal de Cuentas revisa los documentos justificantes. O si la Iglesia recurriera a las oscuras condonaciones de créditos, con las que algunos partidos han descubierto un «paraíso bancario», donde no rigen las estrictas leyes que los bancos aplican a los morosos.

El Congreso se enfrenta ahora a la reforma de la Ley de Financiación de Partidos, intacta desde 1987 a pesar de los escándalos que desde entonces se han producido. Esperemos que se logre encontrar una fórmula para financiar a los partidos sin favorecer la corrupción. Es fácil decir que «la democracia es cara» y hay que pagarla. Pero cuando la decisión sobre la cuantía de los fondos corre a cargo de los beneficiarios hay que estar atentos para que no la transformen en un bien de lujo.

Ignacio Aréchaga

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