Las tinieblas del periodismo

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Contrapunto

Ya lo ha advertido un veterano periodista como Indro Montanelli. Aunque la reconstrucción de la tragedia ocurrida en la Guardia Suiza en la noche del lunes 4 de mayo fuera convincente, y a él le parecía convincente, el episodio permanecerá durante largo tiempo «en el mercado». Se puede aventurar que las muertes violentas, dentro de los muros vaticanos, del comandante Estermann, de su mujer Gladys y del soldado Tornay será uno de esos capítulos que la propia industria de la información no tendrá prisas por dar carpetazo. Para una mentalidad de periodismo-consumo, no sería acertado cerrar algo que proporcionará en el futuro «historias interesantes» y a bajo costo, con la ventaja -además- de que ninguno de los implicados podrá salir al paso ni desmentir las afirmaciones de «fuentes» o «testigos».

Desde un punto de vista de estructura dramática, la historia, en efecto, contiene un buen número de ingredientes para atraer la atención periodística. Ya lo hemos podido ver: todavía estaban los cuerpos calientes, cuando se habían lanzado a los cuatro vientos las más increíbles hipótesis sobre triángulos imposibles, espionajes y conjuras.

«Esta es la tierra de Maquiavelo, el cual nos enseña que no se debe creer a una verdad demasiado simple», ha recordado irónicamente el escritor Vittorio Messori. «Cuando hablas de la Santa Sede, lo que a muchos les viene a la mente son las novelas decimonónicas con sus cortili renacentistas llenos de conspiraciones, asesinatos y misterios».

Es una observación que se puede compartir, salvo en un punto: hasta la fecha, el producto periodístico que responde de modo más eficaz a esa descripción no ha sido escrito por un italiano, sino por un británico y publicado en un diario español. Lo primero que llama la atención al ver «Las tinieblas del Vaticano» (El País, domingo 10 de mayo 1998), es la capacidad que ha demostrado su autor, John Cornwell, para realizar un reportaje tan largo en tan poco tiempo (el escritor se desplazó a Roma ya bien entrada la semana).

Pero basta leer atentamente el texto para empezar a entenderlo: el periodista no identifica ninguna de sus fuentes; cada una de las afirmaciones está sostenida (textualmente) por un «según se afirma», «de acuerdo con numerosos informes de vaticanólogos», «corre el rumor», «según me ha dicho una fuente…». A veces la pirueta es digna de nota: «una extraordinaria afirmación que circula entre los vaticanólogos más veteranos pero a la que no conviene dar demasiado crédito…».

El autor tampoco se priva del manido procedimiento del monseñor anónimo. Una buena parte de las citas proceden de su confidente, al que llama monseñor «Sotto Voce» (voz baja) con la intención de «proteger su intimidad» (ya que el Vaticano, como se sabe, es la «organización más autoritaria y secreta del mundo»). Con procedimientos que difícilmente se le aceptarían a un estudiante de periodismo, el periodista insiste en que se trata de una fuente que, naturalmente, «ocupa un puesto elevado en la Santa Sede» y «que no tiene pelos en la lengua».

En realidad, los únicos nombres propios que menciona el reportaje son los de unas pocas personas que habían expresado sus conjeturas en declaraciones ya publicadas por la prensa italiana, opiniones que Cornwell utiliza para apoyar su tesis. Y es que el texto de Cornwell muestra demasiado evidentemente que su objetivo fundamental no es tanto plantear incógnitas sobre cuáles fueron los móviles de las muertes, sino asegurar que se trata de «muertes claramente sintomáticas de una crisis profunda en el centro mismo de la Iglesia universal». Es decir, que también el Vaticano está podrido, como ya se había esforzado en proclamar en su libro sobre la muerte de Juan Pablo I. Lo que nos ofrece ahora no es una información, ni tan siquiera una historia de ficción. El reportaje de Cornwell es un sofisticado artículo de opinión que ya tenía escrito mentalmente antes de llegar a Roma.

Diego Contreras

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