Los santos son lo primero

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En un artículo sobre la mujer y el sacerdocio publicado en La Croix, Mons. Jacques Jullien, arzobispo de Rennes, comienza con un diálogo para situar el debate y desdramatizarlo.

«¿Por qué las mujeres no pueden ser sacerdotes?» ¡La que me lo pregunta, Cristina, de 16 años, es realmente de su generación! Como las circunstancias no dan para una respuesta elaborada, me inclino por un camino más concreto:

– ¿Sabes quién era Santa Bernadette?

– Sí.

– ¿Sabes cómo se llamaba su párroco de Lourdes?

– No.

– ¿Y su obispo?

– ¡No!

– ¿Y el Papa de aquella época?

– Tampoco.

– Y Juana de Arco, ¿sabes quién era?

– Sí.

– ¿Sabes cómo se llamaba el párroco de Domremy del tiempo de Juana de Arco?

– No. (Tampoco lo sé yo)

– ¿Y su obispo? ¿Y el Papa de entonces?

– No.

– Pues bien, podríamos ir siguiendo así con Santa Teresa de Lisieux o Santa María Goretti… Lo que esto quiere decir es que, en la Iglesia, «los primeros» son los santos, por encima de los sacerdotes, los obispos o los papas. En la Iglesia la actuación es vital. Por lo tanto, lo más importante no es la responsabilidad que en ella asume cada uno, sino su santidad.

Dentro de la Iglesia todo se orienta hacia lo esencial: la santidad de los miembros y de todo el cuerpo. Los diáconos, los sacerdotes, los obispos, son puestos al servicio (eso es lo que significa la palabra «ministerio») de la santificación del pueblo de Dios. Y hemos de reconocer que, por lo que a santidad se refiere, las mujeres están muy por delante de los hombres, si hemos de atender a las estadísticas de canonizaciones.

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