Milicia talibán en Herat
Al tiempo que la comunidad internacional se movilizaba para tratar de detener la destrucción por los talibán de las imponentes estatuas de Buda esculpidas en la montaña de Bamiyan, en el corazón de Afganistán, uno de los más destacados especialistas del Asia Central, el periodista paquistaní Ahmed Rachid, presentaba en Madrid su libro Los talibán: el Islam, el petróleo y el nuevo “Gran Juego” en Asia Central (1). Rachid, que ha informado sobre Afganistán desde 1979, proporciona en su libro las claves para entender mejor al más extremista movimiento islámico en el mundo de hoy.
El gran valor del libro de Rachid reside en la capacidad de análisis del autor, su exhaustiva documentación y el gran conocimiento que tiene del mundo islámico, del que procede. Se trata, por tanto, de un libro escrito desde la cercanía geográfica y religiosa, aunque su independencia de cualquier facción le ha permitido realizar una profunda disección de una de las más crueles guerras civiles de nuestro tiempo. Una guerra que apenas hubiera tenido trascendencia de no ser por la brutalidad de los nuevos gobernantes, su total insensibilidad ante el dolor ajeno y, sobre todo, por la humillación a que son sometidas las mujeres.
Es bastante probable que, sin esas imágenes de mujeres veladas y las de los budas mutilados de Bamiyan, el conflicto afgano hubiera permanecido en el más absoluto de los olvidos, por muchos sobresaltos que produjesen en la conciencia occidental los informes de las Naciones Unidas y de algunas ONG que se juegan la vida para llevar ayuda humanitaria a las víctimas.
“Purificar” el país
Conviene subrayar, en todo caso, que la raíz religiosa que impulsó a los talibán a tomar las armas para “purificar” el país después de la marcha de los invasores rusos, no explica más que una faceta de la asombrosa guerra afgana. Así como en la vecina Irán se impuso una revolución islamista como consecuencia de la corrupción del régimen del Sha y su alianza con Estados Unidos, en Afganistán –donde nadie ha puesto en duda el carácter islámico del Estado, sea quien sea el gobernante– los talibán, enemigos de los chiitas, llegaron a dominar el país gracias a la ayuda abierta de Estados Unidos, Arabia Saudita y el vecino Pakistán. Sin embargo, hoy alardean de despreciar a sus aliados y proclaman su auténtico objetivo: la recreación en Afganistán de los tiempos del profeta Mahoma, una marcha atrás de mil cuatrocientos años en el reloj de la historia.
Y no solo eso: se sienten tan fuertes que se han permitido desafiar a Washington al dar cobijo al terrorista más buscado del mundo, el millonario saudita Osmana Bin Laden, inductor de los atentados contra varias embajadas norteamericanas en países africanos. Los talibán, además, viven en una austeridad tan extrema que para mantenerse les basta con el contrabando, el narcotráfico y los sobornos que reciben de las mafias del transporte, además de la corte que les hacen las grandes empresas en pugna por las concesiones petrolíferas y los oleoductos necesarios para evitar el paso por tierras iraníes. Mientras tanto, la población tiene que recibir ayuda alimentaria internacional para subsistir. Es decir, el «gran juego» del petróleo, que allí donde es practicado deja un reguero de sangre y muerte, como ya hemos visto en la guerra del Golfo.
Los orígenes: la guerra fría
El origen inmediato de esta guerra de otro mundo lo encontramos en noviembre de 1979, cuando se produce la invasión soviética en apoyo de un grupo de oficiales formados en Moscú y que habían dado un sangriento golpe de Estado contra -nueva paradoja- un simpatizante de la URSS, Mohamed Daud. Este había gobernado con la ayuda económica y militar de Moscú… gracias a la cual pudo desembarazarse de los dirigentes de un incipiente movimiento fundamentalista musulmán. Conviene recordar sus nombres porque, años más tarde, se convertirían en los auténticos “señores de la guerra”, contra la URSS primero y entre sí después: Gulbuddin Hykmetiar, Barhunuddin Rabbani y Ahmad Sha Masud, el “León de Panshir”. Todos ellos encontraron un cómodo exilio en el vecino Pakistán islámico que, al poco tiempo, se transformaría en la palanca de la guerra contra el invasor soviético.
De esta manera, en un corto y dramático período de pocos meses, Afganistán entró de lleno en el escenario múltiple de la “guerra fría”. Los fundamentalistas musulmanes no tardaron en organizar la resistencia al gobierno comunista de Babrak Karmal y al ejército soviético con la ayuda masiva de Estados Unidos y sus aliados musulmanes Pakistán y Arabia Saudita, enemigos a su vez de la naciente revolución jomeinista en Irán. Fue la primera “guerra santa” contra los infieles comunistas. Costaría más de millón y medio de muertos y duraría hasta 1989, cuando, finalmente, el ejército rojo se retiró vencido por los muyahidines (combatientes)… y por la perestroika. En ese momento empieza a surgir una nueva generación de muyahidines, los talibán, plural de talib, que significa estudiante del islam.
“Señores de la guerra” y alianzas
Para entender un poco lo que ocurre en Afganistán de cuatro años a esta parte hay que tener en cuenta, en primer lugar, la multiplicidad de tribus, facciones y “señores de la guerra” que se enfrentaban entre sí a partir de la caída del régimen comunista de Kabul en abril de 1992. Tayikos, uzbekos, hazaras, kazajos, pashtunes y otros grupos étnicos, todos ellos musulmanes y dirigidos por sus propios “señores de la guerra”, se dedicaron durante años a devastar el país en una inclemente lucha por el poder. Ayudados unos y otros, de manera alternativa, por Turquía, Irán, Pakistán o Estados Unidos, lo que se encontraba en el centro del juego de la guerra era el dominio de las inmensas riquezas de petróleo y gas que se encuentran en Asia Central, las últimas reservas energéticas sin explotar que existen en la actualidad y que no tienen acceso al mar.
Así, nada tiene de extraño que los Estados regionales vecinos y las compañías petroleras occidentales se disputen la construcción de lucrativos oleoductos y gasoductos, necesarios para transportar la energía a los mercados de Europa y Asia. Es lo que el autor llama “el Gran Juego” que, en el fondo, viene a ser una repetición de aquel otro juego decimonónico entre Rusia y Gran Bretaña por el control y dominio del Asia Central, cuyo interés para las potencias residía en ser el paso obligado hacia China y la India.
En estado de desintegración
Narra Ahmed Rashid que cuando aparecieron los talibán, a finales de 1994, Afganistán se encontraba ya en un total estado de desintegración, dividido en feudos regidos por señores de la guerra que habían luchado, cambiado de bando y forjado alianzas en una serie asombrosa de traiciones y derramamiento de sangre.
Para conseguir dinero, unos y otros se dedicaban a vender a precio de saldo todo lo vendible a Pakistán, desde postes y cables telefónicos a maquinaria, vehículos, apisonadoras… Saqueaban granjas y viviendas que luego entregaban a quienes les apoyaban. Los jóvenes de ambos sexos eran secuestrados para servir de objeto de placer sexual, a la vez que eran obligados a robar en los bazares. Nada tiene de extraño que cientos de miles de afganos buscaran refugio en el vecino Pakistán, donde florecieron centenares de madrasas, escuelas islámicas.
“Luchamos contra musulmanes descarriados”
El autor del libro afirma que, en la actualidad, existe una verdadera fábrica de mitos para explicar la aparición en escena de los talibán que, en pocos años, se convertirían en los nuevos propietarios del país. Uno de ellos sitúa como centro de la historia a un mulá o profesor islámico llamado Mohamed Omar, uno de los personajes más inaccesibles de la nueva jerarquía y que quedó tuerto al estallarle un cohete en 1998.
En la primavera de 1994 se presentaron ante el profesor, conocido por su integridad, un grupo de vecinos de Singesar para denunciar a un cabecilla que había secuestrado a dos adolescentes a las que raparon la cabeza para luego ser violadas por todos los componentes de un campamento militar. Omar enroló a unos treinta estudiantes de su madrasa y con dieciséis fusiles atacaron la base, liberaron a las muchachas y colgaron la cabeza del comandante en el cañón de un tanque. También capturaron gran cantidad de armas y municiones. Más adelante diría Omar: «Luchamos contra musulmanes descarriados». Tras algunas acciones de este estilo, los talibán empezaron a recibir numerosas peticiones para que interviniesen en disputas locales.
Así surgió el movimiento talibán. Nutrido por los estudiantes de las numerosas madrasas situadas al otro lado de la frontera, en su mayoría de la etnia pashtun, y con la ayuda de los servicios de inteligencia paquistaníes, fue apoderándose poco a poco de poblados vecinos donde eran recibidos como libertadores. Su programa de acción era -y es- bien simple: restaurar la paz, desarmar a la población, reforzar la ley islámica (sharía) y defender la integridad del carácter islámico de Afganistán. Como quiera que los demás muyahidines que habían declarado la yihad (guerra santa) al invasor soviético se habían instalado en el pillaje, la corrupción y la guerra, los talibán enarbolaron la bandera de la purificación. Por su juventud y escasa preparación, no solo desconocían la historia del país, sino que daban al Corán escasamente estudiado una interpretación política idílica: la restauración de la sociedad existente en los tiempos de Mahoma.
Interpretación extrema de la ley islámica
La elección del mulá Omar como máximo dirigente no se debió a su capacidad estratégica o militar, sino a su religiosidad. “Nos alzamos en armas –diría en una entrevista al periodista paquistaní Rahimulá Yusufzai– para cumplir los objetivos de la yihad y salvar a nuestro pueblo de más sufrimientos a manos de los muyahidin. Teníamos una fe absoluta en Dios Todopoderoso. Jamás lo olvidamos. Él puede bendecirnos con la victoria o sumirnos en la derrota”. Más tarde, Omar se revestiría del manto del profeta Mahoma custodiado en el santuario de Kandahar, para ser reconocido no solo como dirigente indiscutible del movimiento sino también como “Amin al Muminin” o Príncipe de los Creyentes, un título que, por cierto, ostenta también el rey de Marruecos.
Lo que resulta más extraordinario del fulgurante éxito de los talibán frente a los duchos «señores de la guerra» de las poderosas tribus que se habían sucedido en la conquista del poder, es que allí donde iban “liberando” poblaciones afganas imponían su extrema interpretación de la ley islámica: cerraban las escuelas de niñas y prohibían todo tipo de diversiones, desde música, radio, televisión y vídeo hasta la mayor parte de los juegos deportivos. Y cuando pidieron ayuda económica para reconstruir el estadio de Kandahar, lo hicieron para que la la población pudiera presenciar masivamente las ejecuciones públicas. Y, por supuesto, obligaron a las mujeres a vivir encerradas en casa, a no trabajar ni estudiar y a salir a la calle cubiertas de arriba abajo.
El peligro de contagio
En su documentado libro, Ahmed Rashid nos guía por la vieja y reciente historia de Afganistán para entender el horror que hoy padece este país de veinte millones de habitantes, codiciado por sus vecinos, cortejado por otros países más alejados por razones religiosas o económicas y, sobre todo, víctima de unas riquezas por explotar que los talibán miran con desprecio.
En realidad, el país ha dejado de existir como un Estado viable. Uno de los mediadores de la ONU, Lakdar Brahimi, declaraba en mayo de 1998 que “estamos tratando con un Estado en quiebra que padece además una herida infectada. Uno ni siquiera sabe por dónde empezar a limpiarla”. Las ciudades están destruidas; las poblaciones, desplazadas. La antigua Ruta de la Seda no es más que un reguero de ruinas a las que se han añadido ahora las esquirlas de los budas de Bimayan dinamitados por los talibán.
Al hablar del oscuro futuro de Afganistán, el autor no deja de señalar la miopía de Estados Unidos, que trata de tejer una trama de intereses aislados en torno a las fuentes energéticas, mientras se ocupa de defender a las mujeres afganas y luchar contra el terrorismo; pero no se preocupa de sosegar la región, incluido Pakistán, que está ya maduro, a juicio de Rashid, para una revolución islámica al estilo talibán que haría peligrar desde el Cercano Oriente al resto de Asia. Por otra parte, la permanente fricción entre Irán y Pakistán, que se ha revelado ruinosa para los afganos, aumenta la posibilidad de una gran explosión sectaria en la región entre chiitas y sunnitas. Mucho más a partir de la nueva alianza que se perfila entre Moscú y Teherán.
Por su parte, el conjunto de los Estados asiáticos ven con malos ojos la dominación pashtun de Afganistán y aborrecen los métodos de los talibán, por lo que nunca faltarán ayudas tribales y étnicas para fomentar la guerra contra el régimen actual de Kabul. En resumidas cuentas, el sistema talibán, desprovisto de todo proyecto de Estado, ha logrado ganarse la antipatía de todo el mundo, incuido los musulmanes moderados, sin que nadie sepa todavía cómo desactivar el gigantesco polvorín en que han convertido el país. Para Ahmed Rashid, si se sigue haciendo caso omiso a la guerra afgana, solo cabe esperar lo peor, con un Pakistán al borde de otra revolución islámica que desestabilizará aún más la región y sin que sea ya posible explotar los ricos yacimientos de petróleo del Asia Central.
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(1) Ahmed Rashid. Los talibán. El Islam, el petróleo y el nuevo “Gran Juego” en Asia Central. Península. 375 págs. 3.250 ptas. T.o.: Taliban: Islam, Oil and the New Great Game in Central Asia.
Crimen contra la culturaEl director general de la Unesco, Koichiro Matsuura, ha publicado un artículo (cfr. Le Monde, 16 marzo 2001) en el que mantiene que la destrucción de los budas de Bamiyan es un «crimen cultural» que no debe quedar impune. Seleccionamos algunos párrafos: Este crimen contra la cultura se ha cometido en nombre de la religión. O más bien de una interpretación religiosa discutible y discutida. Algunos de los teólogos más grandes del Islam han rechazado esta interpretación. Al ordenar, en nombre de la fe, la destrucción de obras maestras del patrimonio afgano, el mulá Omar pretende saber más que todas las generaciones de musulmanes que se han sucedido en el curso de los últimos quince siglos. Más que todos los conquistadores y dirigentes musulmanes que respetaron Cartago, Abu-Simbel o Txila. Y más que el propio Mahoma que, en La Meca, prefirió respetar la arquitectura de la Kaaba (…). Lo que acaba de ser destruido no son solo piedras. Es una historia, una cultura, o más bien el testimonio del encuentro, posible y fructuoso, entre dos grandes civilizaciones, es una lección de diálogo cultural lo que se ha querido borrar. (…) Tal regresión cultural no debe ser permitida. Este crimen requiere un nuevo tipo de sanciones. Hace pocos días, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia nos ha mostrado el camino haciendo figurar la destrucción de monumentos históricos entre los 16 cargos de acusación en un proceso que concierne al ataque de 1991 contra el puerto histórico de Dubrovnik, en Croacia. |