No lo llamen proselitismo

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El derecho a intentar persuadir a otros
Aunque en esta era de la persuasión somos continuamente bombardeados con mensajes políticos, ideológicos y comerciales que buscan conversos, la connotación peyorativa del término «proselitismo» se reserva a la difusión de ideas religiosas. Lawrence A. Uzzell, presidente de International Religious Freedom Watch (www.irfw.org), analiza los malentendidos de este término equívoco, con los que a menudo se intenta descalificar cualquier tipo de evangelización (1).

Hace unos años, durante una entrevista que mantuve con un asesor de un gobernador provincial de Siberia sobre las relaciones Iglesia-Estado, me preguntó con recelo si yo creía en el «proselitismo». Contesté que no sólo creía en él, sino que lo practicaba, pues había promovido la conversión a la Iglesia ortodoxa de varios norteamericanos provenientes del protestantismo o del catolicismo. A juzgar por la sorpresa que le causó mi confesión, estaba claro que no había oído antes utilizar esta palabra más que identificándola con el abuso.

¿Quién no busca convencer a otros?

La palabra «proselitismo», que proviene de la versión de los Setenta del Antiguo Testamento, se usa ahora en más idiomas que en toda su historia anterior. Sus connotaciones son casi siempre negativas, incluso siniestras. Uno no puede imaginarse hoy a una organización misionera describiendo su actividad como «proselitista», aunque en su origen el término «prosélito» tenía un sentido positivo. En la versión de los Setenta y en el Nuevo Testamento se utilizaba para referirse a los gentiles conversos al judaísmo, como aquellos que se encontraban entre los testigos del milagro en el día de Pentecostés (Hechos de los Apóstoles 2, 11). Según los Hechos de los Apóstoles, un tal «Nicolás, prosélito antioqueno» (6, 5) fue elegido uno de los primeros diáconos de la Iglesia; por tanto, hay que presumir que fue converso en dos ocasiones, primero del paganismo al judaísmo, y luego, del judaísmo al cristianismo. (Si fuera contemporáneo nuestro, ¿sería considerado víctima por dos veces del fanatismo religioso?).

Vivimos en una época de la persuasión, en la que continuamente somos bombardeados con mensajes políticos y comerciales diseñados para cambiar nuestros pensamientos y nuestras acciones, pero el desafortunado término «proselitismo» se reserva únicamente para quienes intentan persuadir en el terreno religioso. No se utilizan expresiones como «proselitismo feminista» o «proselitismo ecologista»; se considera natural, e incluso loable, que los seguidores de esos sistemas de creencias hagan conversos por todo el mundo, también en aquellas culturas que son ajenas a esas creencias.

En los siglos XVIII y XIX, el término incorporaba una acepción más amplia. En 1790, Edmund Burke lo aplicaba a los «philosophes» anticristianos de la Ilustración francesa, que -decía- «están poseídos por un espíritu de proselitismo en su grado más fanático». La edición de 1828 del Diccionario Webster definía «proselitismo» como «ganar adeptos a una religión o secta religiosa, o a cualquier opinión, sistema o partido». En 1842, Edward Pusey, anglicano de la High Church, mostró su preocupación de que «la identificación de nuestra Iglesia como proselitista pueda sentar mal a muchos de nuestros fieles».

Proselitismo es lo del rival

Los misioneros cristianos de hoy contraponen con frecuencia «proselitismo» y «evangelización»; el primero es el término que emplean para descalificar a sus rivales, mientras que el segundo lo usan para referirse a su propia actividad. Sorprendentemente, no hay una distinción rigurosa entre ambos términos en las leyes canónicas ni en los diccionarios de teología. La Constitución griega, por ejemplo, ha prohibido el «proselitismo» desde 1911 sin definirlo siquiera. El término se emplea a veces para denunciar a los cristianos «ladrones de ovejas», que tratan de convertir a los que ya son miembros de otra confesión cristiana, y que se distinguen de los misioneros que predican entre los no bautizados; pero ningún concilio eclesiástico ni ninguna otra autoridad religiosa ha dado carácter oficial a este uso.

Como el «fascismo» en los años sesenta o el «terrorismo» en nuestros días, parece que cuanto más se usa la palabra «proselitismo» más tiende a desdibujarse y más imprecisa se vuelve. A veces se la caracteriza vagamente como el uso de métodos inapropiados, uno de los cuales sería una fuerte crítica del sistema de creencias del otro. Pero tampoco aquí se aplica este criterio a ideologías laicas. No es posible intentar persuadir a alguien de las ventajas del libre mercado que postula el capitalismo sin discutir los inconvenientes del socialismo, o al revés. El soborno, el fraude y la coerción son otros de los elementos que frecuentemente se asocian con el proselitismo (aunque hay que suponer que de por sí ya son cosas malas, acompañen o no al proselitismo).

Un término equívoco

Consideremos los siguientes ejemplos. En 1961, el Consejo Ecuménico de las Iglesias manifestó que el «proselitismo» es «una corrupción del testimonio cristiano» que utiliza «la adulación, el soborno, la presión excesiva o la intimidación, ya sea sutil o abiertamente, para ganar conversiones aparentes». En una nota a pie de página de uno de los documentos del Concilio Vaticano II de la Iglesia católica, se define también el proselitismo como «una corrupción del testimonio cristiano por la utilización de formas ocultas de coerción o por un estilo de propaganda impropio del Evangelio. No es el uso sino el abuso del derecho a la libertad religiosa».

El cardenal Edward Cassidy, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, escribió en 1998 que por «proselitismo» él entendía «el uso de métodos impropios para atraer a sus filas miembros de otras iglesias o incluso gente que no pertenece a ninguna iglesia. La tergiversación del otro, o de la propia comunidad, engendra siempre tensión. Parte de las tensiones que hay entre las iglesias proviene del modo en que los nuevos conversos de una comunidad denigran a su comunidad de origen». Una declaración de 2003 del Consejo Nacional de Iglesias (NCC) definió el «proselitismo coactivo» como aquel que «viola el derecho de la persona humana, sea cristiana o no, a vivir libre de coacción externa en materia religiosa».

Pero esta última declaración tiene más de una trampa: ¿puede alguien imaginarse que el Consejo Nacional de las Iglesias apoye un proselitismo no-coactivo? La palabra «coactivo» parece haberse añadido no para hacer distinciones precisas, sino más bien como una floritura retórica para desacreditar más ciertas actividades que el NCC desaprueba de entrada. En este asunto, como en otros, el NCC ha preferido la oscuridad en vez de la claridad.

Demarcaciones étnicas

Para mis correligionarios ortodoxos, esa intencionada oscuridad aparece a menudo en términos como «territorio canónico», que implica que otras confesiones cristianas deberían considerar terreno prohibido grandes áreas geográficas en las que, según se dice, solo una fe tiene profundas raíces y legitimidad histórica. Desde el momento en que las poblaciones se mezclan (fenómeno que se está produciendo en muchos países, más de lo que los ultranacionalistas querrían admitir), semejantes demarcaciones terminan por hacer referencia a etnias y no tanto a límites geográficos.

En efecto, el actual Patriarca de Moscú defiende que una persona de origen polaco que vive en Rusia debería ser católico, si es uzbeco debería ser musulmán, etc., contradiciendo de este modo la enseñanza del Nuevo Testamento según la cual en Cristo «no hay ya judío ni griego» (Gálatas 3, 28). De este modo, el Patriarca ha vuelto la espalda a su valiosa tradición de servicio misionero entre los musulmanes del Asia Central y los aborígenes paganos de Siberia y Alaska. En estos tiempos de globalización, renunciar al derecho a evangelizar a extranjeros significa, a la larga, renunciar al derecho a evangelizar a nuestros vecinos e incluso a nuestros propios nietos.

Especialistas en derechos humanos y en Derecho internacional, también los que defienden la libertad de conciencia, emplean ahora la palabra «proselitismo» para referirse a los intentos de cualquier creyente por ganar adeptos entre otras religiones o entre indiferentes. El término aparece repetidas veces en los informes anuales del Departamento de Estado norteamericano sobre la libertad religiosa. Se quiera o no, este empleo del término acaba haciendo sospechosas de sectarismo fanático a todas las actividades misioneras.

Zona libre de religión

Hay dos fuerzas que presionan para denigrar el proselitismo; ambas se superponen en organizaciones como la NCC. La primera es la tibieza de los relativistas. Necesitan defensas psicológicas y barreras sociales contra aquellos que están dispuestos a sostener la existencia de unas verdades eternas.

A las burocráticas y académicas elites que fijan las reglas del debate público en Europa occidental y Norteamérica les molestan los interrogantes últimos y las respuestas teológicas a esos interrogantes. Les gustaría eludir no solo las respuestas sino también la misma formulación de esos interrogantes. Si fuera posible, les gustaría hacer con la sociedad entera lo que han hecho ya con la educación pública: convertirla en una «zona libre de religión», en la que se garantiza que ningún profeta o santo la va a perturbar ni siquiera con su recuerdo. Esto, junto con otras reglas de juego, supone un nuevo protocolo en el que los creyentes deben abstenerse escrupulosamente de «ofender» a los no creyentes (a pesar de que éstos no tengan una obligación recíproca de abstenerse de lo que antes se conocía como blasfemia). En efecto, los relativistas tratan de lograr un proteccionismo selectivo en el mercado de las ideas, mientras siguen presentándose como vigorosos defensores de la libertad intelectual.

La segunda fuerza que trata de desacreditar una amplia gama de actividades relacionadas con el proselitismo proviene de aquellos líderes religiosos que temen que sus organizaciones no puedan competir eficazmente con otras. Entre éstas se encuentran algunas confesiones del protestantismo que han unido su destino a ideologías decadentes como el liberalismo secularista del siglo XX, o también algunas iglesias ortodoxas que funcionan principalmente como clubs étnicos. Aun cuando los cristianos ortodoxos están haciendo progresos sin precedentes entre ex protestantes en el «American Bible Belt», los obispos ortodoxos en Moscú continúan confiando en el patrocinio del autoritario gobierno ruso.

El riesgo de intromisión de los gobiernos

La organización religiosa más grande y compleja del mundo, la Iglesia católica, se mueve en este terreno en varias direcciones. En lo que se refiere al proselitismo, se supone que los católicos habrían de tener menos en común con las confesiones protestantes establecidas, ahora en declive, que con los protestantes evangélicos, los cuales están convencidos de la verdad objetiva de su fe, y de su misión de predicarla por todo el mundo. Sin embargo, en muchos lugares de Europa occidental, los católicos se asemejan más a los nacionalistas ortodoxos, pues como ellos se sienten atraídos por la misma tentación derrotista de excluir a las nuevas religiones no porque sean falsas sino porque son extranjeras. Y, también como los ortodoxos, corren el riesgo de perder nuevos conversos al centrar sus energías en suprimir la persuasión en lugar de ser más persuasivos.

En los asuntos teológicos de más calado, incluida la eclesiología, los católicos están de hecho más cercanos a los ortodoxos que a los protestantes. El modelo de una Iglesia que debe respirar con los «dos pulmones», propugnado por Juan Pablo II, excluye por principio que el Vaticano intente «robar ovejas» entre las filas de los ortodoxos; pero incluso este modelo debe verse como un problema de política eclesial y no de la legislación civil. Animar a los legisladores y a los burócratas de los secularizados gobiernos de hoy a imponer por ley prohibiciones sobre el proselitismo, incluso en países nominalmente ortodoxos, supondría invitarles a ocuparse de asuntos para los que están muy mal preparados, y llevaría a favorecer una intromisión mucho más peligrosa en otras áreas de la vida de la Iglesia.

Otro grupo que está obligado a sentirse molesto con el proselitismo son los judíos, tanto los practicantes como los no practicantes. Nos guste o no, judíos y cristianos diferimos en este punto. A los cristianos se nos ha ordenado «id y haced discípulos por todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El judaísmo, por el contrario, se ha desarrollado en una cultura en la que normalmente se rechaza cualquier tipo de actividad misionera dirigida a otras razas. (Que esto no ha sido siempre así lo demuestra el uso originario del término «prosélito»). La línea dominante en la ley judía consagra un deber positivo de desalentar a los gentiles que quieren convertirse al judaísmo, y niega toda posibilidad de que un judío de raza pueda convertirse a otra confesión.

En este, como en otros puntos, a los judíos les encantaría que nos comportáramos como ellos, desistiendo del esfuerzo por ganar nuevos conversos, excepto quizá entre los de origen étnico cristiano. El problema es que la misma expresión «origen étnico cristiano» es problemática para nosotros, entre otras cosas porque no creemos que la fe se transmita genéticamente. En comparación con otras religiones mundiales, los judíos son tan poco corrientes, por no decir únicos, en este punto que parecería absurdo que los demás nos guiásemos por sus reglas.

Lo legítimo y lo ilegítimo

En los últimos años, el término «proselitismo» ha sido uno de los términos religiosos de los que más se ha abusado, sobre todo por quienes en última instancia se oponen a toda forma de evangelización. Si los Apóstoles se hubieran abstenido de todo lo que se entiende hoy por proselitismo, nunca hubieran llevado a cabo su misión y la Iglesia hubiera muerto en sus comienzos. Precisamente porque con él se etiqueta de forma peyorativa toda actividad misionera, el término «proselitismo» no sirve para distinguir lo legítimo de lo ilegítimo. No sirve para distinguir, por ejemplo, entre lo que hacía san Pablo y lo que hacen algunos misioneros sin escrúpulos que se sirven de tácticas como exigir a rusos desesperados que participen en oficios protestantes antes de darles de comer gratis (por desgracia, no me lo estoy inventando).

Bert Beach, un estudioso adventista, argumenta que este «término equívoco [proselitismo], plagado de malentendidos» debería ser sustituido por el de «evangelización impropia». En un trabajo que se publicó en la página web de la Asociación Internacional de Libertad Religiosa (www.irla.org), Beach propone un código voluntario de buena conducta para guiar a los misioneros «en los principios de una apropiada difusión de la religión y la creencia». Sus principios pueden parecer demasiado obvios, pero yo he visto cómo se violaban sistemáticamente entre quienes buscaban conversos en Rusia.

Beach presenta una lista de cosas que un misionero no debería hacer. «No explotar o aprovecharse de los estratos más pobres y vulnerables de la sociedad. No hacerse eco a sabiendas de falsas o dudosas curaciones milagrosas. No ofrecer ventajas económicas, educativas o de otra índole para facilitar la ‘conversión’ de la gente. No difundir a propósito informaciones tergiversadas sobre otras religiones ni ridiculizar sus creencias o sus prácticas. No incitar a una competición odiosa ni a luchas internas entre confesiones. No usar métodos de evangelización que sean coercitivos o que manipulen con el objeto de ganar adeptos, incluyendo determinada publicidad que se aprovecha de la credulidad humana».

Mientras los ortodoxos y los católicos se han mostrado demasiado dispuestos a utilizar la coerción estatal como antídoto contra la evangelización impropia, muchos protestantes han sido poco celosos en la vigilancia de métodos fraudulentos e impropios. Aquellos que de verdad están preocupados por esparcir la semilla del cristianismo deberían trabajar no sólo para desarrollar sus propios códigos éticos sino también para denunciar a quienes los quebrantan. Así sería más fácil relegar el irremediablemente inflado término «proselitismo» al museo de la lengua, que es el lugar al que pertenece.

__________________(1) Este artículo se publicó originalmente en la revista First Things (www.firstthings.com, octubre 2004), y aquí se reproduce con permiso.

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