Contrapunto
Un reportaje de John F. Burns para el New York Times (29-III-98) describe la lastimosa situación de las viudas hindúes en la India. Hay unos 33 millones en todo el país, y en la ciudad santa de Vrindavan viven 5.000 de ellas. Allí se refugian muchas desde hace cinco siglos, al amparo de los 4.000 templos dedicados a Krisna. El periodista relata la historia de una de esas viudas, llamada Govind, similar a las de tantas otras.
Govind tiene unos 60 años, aunque no lo sabe bien, porque es analfabeta. Procede de los alrededores de Calcuta, 1.600 Km al este de Vrindavan. Casada a los 12 años, enviudó a los 14. Según la costumbre hindú, la esposa pasa a la familia del marido y se desvincula de la suya propia. Si enviuda, queda al cuidado de sus parientes políticos, cuya principal preocupación suele ser librarse de la carga de mantenerla. Muerto el joven marido, Govind quedó reducida a la condición de sirvienta -no remunerada- de su suegra. Así pasó unos treinta años, y luego marchó, sola y sin dinero, a Vrindavan.
La historia admite variantes. Otras viudas son llevadas por la familia política de peregrinación a Vrindavan, y abandonadas allí. El motivo suele ser que los parientes no quieren repartir la herencia con la viuda, que es separada de los hijos, si los tiene. Hay métodos más drásticos para conseguir lo mismo. Inmolar a la viuda en la pira funeraria del esposo difunto -práctica prohibida desde 1829- es hoy muy raro; no lo es tanto matarla.
El caso es que la viuda hindú queda sumida en la pobreza y el desamparo. Sin familia natural ni política que la asista, tampoco puede, de hecho, volver a casarse: lo prohíbe la tradición hindú, aunque esta costumbre fue oficialmente abolida a finales del siglo pasado. Así que muchas viudas escapan a lugares como Vrindavan.
En Vrindavan no les espera el lujo, sino sólo un poco de misericordia. Las viudas de la ciudad santa sobreviven con las parcas asignaciones de arroz y lentejas que les dan los sacerdotes de los templos a cambio de cantar durante cuatro horas, desde el alba, himnos sagrados a Krisna. Si además cantan otras cuatro horas al atardecer, reciben un estipendio de dos rupias (unos cinco centavos de dólar) por cabeza. Con esto y la modesta pensión de viudedad -si la consiguen- apenas tienen para vestir y no alcanzan para una vivienda: muchas han de pernoctar en una tienda improvisada, bajo un alero o en un hueco de escalera.
Govind es relativamente afortunada. Aparte de la caridad del templo y la pensión, cuenta con el salario que gana en una fábrica textil. Puede, pues, permitirse alquilar una habitación. Lo malo es que últimamente los alquileres se están disparando en Vrindavan, y los pobres, las viudas entre ellos, a menudo sufren el desahucio.
Explica Govind: «Nos sucede lo que nos tiene que suceder: es nuestro karma [el balance de méritos y culpas que cada cual arrastra de anteriores reencarnaciones y determina su suerte]. En cualquier caso, si nos quejamos de nuestras desdichas, ¿a quién le va a importar? Seguiremos solas, sin más recurso que rezar a Dios. Es nuestra vida, y tenemos que vivirla, en la espera de algo mejor en la próxima».
Otra viuda, joven (35 años), expresa la misma convicción. ¿No ha pensado en volver a casarse?, le pregunta el periodista. «Soñaba con ello -responde-, pero me dijeron que la sociedad no lo permitiría, que si lo hiciera, me convertiría en una descastada. (…) Según nuestra costumbre hindú, sólo puedo tener un marido, y si él murió, es simplemente porque mi karma es malo. Y si tengo un mal karma, ¿de qué serviría casarme otra vez?».
La subida de los alquileres en Vrindavan, que amenaza de desahucio a tantas viudas, se debe en buena parte a la afluencia de miles de visitantes occidentales que acuden a venerar a Krisna. Estos devotos extranjeros llegan provistos de buen karma y mejores divisas, y las mujeres que todo el año salmodian a la deidad no pueden competir con ellos.
Esta diferencia es común entre el hinduismo de uno y del otro hemisferio. El Hare Krisna se asentó en 1965 en Estados Unidos financiado por una multinacional y apadrinado por el poeta hippy Allen Ginsburg. La Misión de la Luz Divina, del gurú Maharaj-Ji -también seguidor de Krisna, y de otras divinidades-, cuenta con una productora y distribuidora de películas, una casa discográfica, una editorial, algunas compañías de transportes, varios restaurantes y el dinero de los iniciados, que lo entregan a Su Divina Gracia. En el país de origen de estos cultos, donde el orientalismo no es una ola, sino la vida misma, esta fe va acompañada de algunas desventajas. Sería injusto pensar que a los creyentes occidentales les falta conciencia social, si cada quien carga con su karma. A las viudas de Vrindavan les queda la esperanza de reencarnarse en un devoto europeo o norteamericano.
Rafael Serrano