Pío IX, el Papa de un cambio de época

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Una beatificación polémica
El 3 de septiembre serán beatificados dos Papas, Juan XXIII y Pío IX. Juan XXIII, el Papa del Vaticano II, ha recibido un consenso generalizado por su bondad y sencillez evangélica, unida a la audacia para afrontar la renovación de la Iglesia. Más difícil es entender hoy la figura de Pío IX (1792-1878), que en sus 32 años de pontificado vio el fin de una época, y tuvo que gobernar la Iglesia en un tiempo lleno de tensiones. Pero sería una simplificación contraponer sin más a un Papa de la apertura con un Papa de la condena.

El anuncio de la beatificación de Pío IX ha sido recibido con críticas en algunos sectores. La prensa norteamericana más sensible al antisemitismo le acusa de hostil a los hebreos, mientras que en Italia se le echa en cara su oposición al Risorgimento y a la unidad italiana. La proclamación del dogma de la Inmaculada, de la infalibilidad pontificia y del Syllabus son utilizados, en cambio, por los teólogos de la revista Concilium (Hans Küng y otros) para calificarlo de «absolutista» y de contrario a la colegialidad episcopal.

La polémica sobre la beatificación de Pío IX puede sorprender si se piensa que este Papa gobernó la Iglesia católica hace nada menos que un siglo y medio (1846-1878), y que su causa de beatificación, iniciada en el pontificado de San Pío X, ha durado casi cien años (en realidad estaba terminada en 1963, pero Pablo VI, por razones de oportunidad, decidió esperar).

También sorprendería al propio Juan XXIII, quien en una carta dirigida en 1959 a Mons. Angrisani, obispo de Casale Monferrato, escribía: «Pienso siempre en Pío IX, obispo de santa y gloriosa memoria, e, imitándolo en sus sacrificios, querría ser digno de celebrar su canonización».

El pontificado de Pío IX fue el más largo de la historia (32 años) y dejó una profunda huella en la vida de la Iglesia. Era el fin de una época, con todas las tensiones propias del surgimiento de un nuevo mundo. Para valorar la complejidad de la época que le tocó vivir, basta tener en cuenta que Pío IX es contemporáneo de personajes como Metternich, Cavour, Napoleón III y Bismarck; de Proudhon, Marx y Engels; de Comte y Nietzsche.

Un obispo con simpatías liberales

Giovanni Maria Mastai Ferretti nació en Senigallia en 1792, en el seno de una familia de la nobleza de provincias. En 1819 fue ordenado sacerdote. En 1823 emprendió un viaje a América, como secretario del delegado apostólico para Chile, viaje en el que estuvo en Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Colombia y Uruguay. Esta experiencia, que duró casi dos años, le permitió conocer la situación misionera de la Iglesia.

De vuelta en Roma, Mastai Ferretti fue nombrado director de San Michele a Ripa, una gran institución de beneficencia pontificia dedicada a los ancianos, los huérfanos y las jóvenes. Antes, en sus primeros años de sacerdote, había atendido otra institución para huérfanos. En 1827 fue consagrado obispo de Spoleto, y según el postulador, «se dedicó con mucha energía a corregir la disciplina del clero y la vida religiosa de los conventos, dirigiendo ejercicios espirituales y conferencias».

En 1833 fue nombrado arzobispo de Imola, en la Emilia Romagna, una región anticlerical y contraria al gobierno del Papa. Siete años más tarde, el Papa Gregorio XVI lo hizo cardenal, y se dice que tuvo que vencer la resistencia de su secretario de Estado, Lambruschini, según el cual «en casa Mastai hasta los gatos son liberales». Esto era una exageración, afirma Giulio Andreotti, que ha publicado varios estudios sobre Pío IX, «pero el hecho es que la puerta del obispo de Imola no se cerró nunca, y estaba abierta a los adversarios de la Iglesia más aguerridos e incluso a los desertores».

Vitalidad misionera de la Iglesia

Fue elegido Papa el 16 de junio de 1846 en un breve cónclave -duró dos días- en el que participaron 52 cardenales. Su primer gran acto, y para él el más importante de su pontificado, fue la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María (1854), recogiendo un viejo sentir del pueblo cristiano. Muy devoto de la Virgen, aceptó las numerosas peticiones presentadas a su antecesor y a él mismo para que se declarara que la Virgen fue concebida sin pecado original. Antes de proclamar el dogma hizo una consulta a todos los obispos del mundo. Respondieron afirmativamente 536 obispos, solo 5 manifestaron dudas sobre la cuestión y 36 sobre la oportunidad.

Otros actos importantes de su pontificado fueron la proclamación de San José como Patrón de la Iglesia Universal (1870), el restablecimiento de la jerarquía en Inglaterra (1850) y en Holanda (1853), la beatificación de los mártires japoneses de Nagasaki, la defensa de los católicos polacos sometidos a persecución por el Imperio ruso. También abogó por los derechos de los cristianos contra los gobiernos anticatólicos de México y Portugal.

Tuvo gran preocupación por los católicos de Oriente: restauró el patriarcado latino de Jerusalén (1847) e instituyó la Congregación para el rito oriental. Dedicó mucha atención a América, y en especial a Estados Unidos, donde la Iglesia se desarrolló de modo extraordinario. En 1875 creó el primer cardenal norteamericano. Erigió vicariatos en la India, Birmania, Indochina y China. Cuando Japón abrió sus puertos a los extranjeros envió enseguida misioneros, y en 1866 nombró un vicario apostólico. En 1855 promovió una misión especial para los esquimales y lapones y siete diócesis en Australia.

Para dar una especial formación a sacerdotes de todo el mundo, en Roma nacieron diversos colegios nacionales, en los que se han formado sacerdotes que luego han sido obispos, jueces diocesanos, etc. El primero fue el Colegio Norteamericano (1855).

El Concilio Vaticano I

Tres siglos habían pasado desde el último concilio de la Iglesia, el de Trento, cuando Pío IX consultó a los cardenales sobre la oportunidad de convocar un nuevo concilio. Se trataba de realizar una toma de postura fuerte y clara, con una exposición positiva y general del pensamiento de la Iglesia, en especial sobre los problemas e ideas contemporáneas. Resulta, pues, muy reductivo hablar únicamente de la infalibilidad pontificia cuando se hace referencia al Vaticano I.

El XX Concilio Ecuménico se abrió el 8 de diciembre de 1869, con la asistencia de más de 700 obispos. El Concilio promulgó dos importantes documentos.

En la III Sesión (24-IV-1870) se aprobó la constitución dogmática Dei Filius. Frente a la antropología del liberalismo, que presentaba al hombre como un ser autónomo, la Dei Filius reafirmó la dignidad de la mente humana, capaz de elevarse hacia su Creador. Expone la existencia de un Dios personal, que se puede conocer por la luz de la razón; la necesidad de la Revelación divina; el carácter razonable de la fe, y las relaciones entre fe y ciencia.

En la IV Sesión (18-VII-1870) se aprobó la constitución dogmática Pastor Aeternus sobre la Iglesia de Cristo, y en especial el primado de Pedro, así como el magisterio infalible. La Pastor Aeternus reconoce la estrecha relación existente entre el magisterio del Papa y el de los obispos y, en lo que se refiere a la infalibilidad del Papa, se aleja de las tesis maximalistas.

En este tema hubo un intenso debate entre la mayoría a favor y la minoría contraria -alrededor de un 15%-. Según Mons. Liberati, de la Congregación para las Causas de los Santos, «la definición de la infalibilidad no fue impuesta a los obispos; es más, en el Vaticano I estaba vigente la máxima libertad de expresión: cualquier obispo podía hablar incluso durante horas».

Un gobierno para una Iglesia universal

La definición del Vaticano I reconoce la suprema potestad del Papa, ordinaria e inmediata, sobre toda la Iglesia; y la infalibilidad personal del Romano Pontífice «cuando, ejerciendo su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, define con su suprema autoridad apostólica una doctrina de fe o costumbres obligatoria para toda la Iglesia».

Con esta definición, culminaba la afirmación de un gobierno central en la Iglesia, frente a las doctrinas particularistas. Según el historiador alemán Joseph Lortz, este robustecimiento del papel de Roma iba a ser decisivo en una época en que se acentuaba la universalidad de la Iglesia. «Por su misión y sus pretensiones, la Iglesia había sido siempre una Iglesia universal». Pero el desarrollo moderno «ha hecho que el mundo se convierta por primera vez en el escenario de la historia, también de la historia de la Iglesia, y que la Iglesia se convierta realmente en la Iglesia universal». El proceso centralizador permitió entonces el gobierno de la Iglesia en el ámbito universal (Geschichte der Kirche, Münster, 1959).

El concilio se suspendió hasta noviembre, pero la invasión de Roma por las tropas piamontesas impidió su reanudación. Pues Pío IX habría de experimentar también un hecho tan decisivo como la pérdida de los Estados Pontificios.

El fin del poder temporal del papado

Para entender el problema del poder temporal del Papa en aquella época, hay que situarse en un mundo totalmente distinto al nuestro, la Europa de mediados del XIX, en el que la forma monárquica era la habitual. Además, hay que considerar que ante todo, Pío IX era un «Papa religioso» y no un «Papa político».

Le tocaron tiempos muy difíciles, en los que, como afirma la Civiltà Cattolica, luchó con todas sus fuerzas «para reafirmar enérgicamente la verdad cristiana ante un mundo que se iba secularizando. Gracias a su encanto personal y a su capacidad de comprender a las personas, se ganó entre el pueblo católico una popularidad y una veneración como ningún otro pontífice antes».

Pío IX se veía también en la obligación de custodiar y transmitir a sus sucesores los Estados Pontificios, que entonces estaban considerados como una garantía de la independencia y libertad del papado frente al poder de los demás soberanos europeos. Pero en el fondo, el Papa veía el poder temporal como un peso, «una grande seccatura», algo enormemente molesto pero de lo que no podía desprenderse.

La visión tópica hace de Pío IX un liberal -en el sentido decimonónico de jacobino o progresista avanzado- que cambia de chaqueta y se convierte en un reaccionario intransigente, adversario de la independencia italiana. Pero el cuadro exige más matices. El ambiente en el que se crió Giovanni Maria Mastai era sin duda moderado. Al subir al trono pontificio tomó algunas medidas «aperturistas»: dio amnistía a los presos políticos, creó una milicia ciudadana, concedió una libertad de prensa limitada. Pero estas aperturas fueron exageradas por los revolucionarios, que pretendían poner al Papa al frente de la revolución italiana y dejarle en evidencia. El republicano Mazzini escribía a sus correligionarios: «La táctica es, sin llegar al choque y sin manifestar hostilidad, empujar las esperanzas sobre el Papa hasta el extremo (…) hasta que el Papa, dando marcha atrás, deje bien clara su impotencia».

En otoño de 1848, en plena revolución liberal, el Papa nombró jefe del gobierno a Pelegrino Rossi, un economista de extracción liberal. Acusado de traicionar la revolución, el 16 de noviembre fue asesinado. Al día siguiente, los revolucionarios dispararon contra el Quirinal; en el incidente murió el secretario personal de Pío IX. Solo la intervención de los embajadores europeos impidió el asalto del Quirinal, y el Papa decidió abandonar Roma para no caer en manos de los republicanos. Mazzini y Garibaldi proclamaron entonces la república romana, que terminó en 1850 con la toma de Roma por tropas francesas enviadas por Napoleón III y el retorno de Pío IX del exilio de Gaeta.

Pío IX era partidario de la independencia italiana, aunque no veía cómo conciliar la unidad de Italia con el mantenimiento de los Estados pontificios. En esta línea apoyó algunas iniciativas para acercar los Estados italianos, como la propuesta de una unión aduanera y de una Liga defensiva contra Estados extranjeros. Estos proyectos fueron boicoteados por el Piamonte, que quería la corona de Italia para los Saboya.

El golpe definitivo al poder temporal del Papa llegó con la toma de Roma en septiembre de 1870, cuando la derrota francesa en Sedán deja las manos libres a Vittorio Emmanuele II. Pío IX, que todavía viviría seis años, se declaró prisionero en el Vaticano. La «cuestión romana» no se resolvió hasta 1929, con el Tratado de Letrán, que supuso la paz entre el reino de Italia y el Papa.

Un cambio de época

La pérdida de los Estados pontificios es uno de los aspectos en los que Pío IX debió afrontar un cambio de época. Según el análisis del historiador Gonzalo Redondo: «A partir de los principios liberales, impulsados ahora por el nacionalismo, los Estados de la Iglesia tenían sus horas contadas. Pero por lo mismo que las nuevas corrientes de pensamiento representaban mucho más que una simple reestructuración territorial, la Iglesia, al sentir atacado su poder temporal, veía también en peligro su libertad espiritual. Los estimó indisolublemente unidos. Y mezcló las condenas a los usurpadores de sus territorios con las lanzadas a los mantenedores de las nuevas ideas. En este sentido, el nacionalismo contribuyó a confundir los términos del problema que el nuevo mundo planteaba a la Iglesia y a hacer más difícil su solución» (La Iglesia en el mundo contemporáneo, tomo I, Pamplona, 1979, p. 238).

Este problema se advertía ya en la cuestión del Syllabus, el documento publicado por Pío IX en 1864 juntamente con la encíclica Quanta cura. El Syllabus, que se apoyaba en muchos textos pontificios precedentes, resumía en ochenta proposiciones la condena de los errores de la época: desde el marxismo, el panteísmo, el racionalismo, a la subordinación de la Iglesia al Estado y la concepción del Estado que llevó en sus aspectos más extremos al estalinismo y el nazismo. En este sentido, cuando en el punto 39 condena como error la idea de que el Estado, «como fuente origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno», el Syllabus anticipa con clarividencia los males de los totalitarismos.

En cuanto a otros puntos, como el derecho a la libertad religiosa, es fácil advertir el contraste entre la condena del Syllabus y el reconocimiento de tal derecho en el Vaticano II. Pero ambos documentos no basan la libertad religiosa en los mismos supuestos. Según el jurista Giuseppe Dalla Torre, la condena del Syllabus se refiere a «la acepción de libertad religiosa dominante en otros tiempos y equivalente al relativismo o indiferentismo religioso -que nunca es aceptable para el dogma católico-«, mientras que del Vaticano II se desprende que «en el plano moral, subsiste la obligación de todos los hombres de buscar la verdad y seguirla una vez conocida».

Según aclara el historiador Vicente Cárcel Ortí, el Concilio Vaticano II encontró «otro y mucho más sólido fundamento para la libertad de conciencia y de religión: no la autonomía del hombre, ni el indiferentismo, sino la dignidad de la persona humana, que Dios crea libre y no quiere que esté sometida a la coacción extrínseca de una autoridad humana en sus opciones religiosas fundamentales».

El juicio de este historiador es que el Syllabus se manifestó en enseguida como un documento «con muchos puntos muy poco claros, que provocó encendidas discusiones, muchas de las cuales hubieran podido evitarse con una mayor precisión en la formulación de las tesis atacadas y del significado exacto de la condenación» (Historia de la Iglesia, tomo III, Madrid, 2000, p. 153).

La época de Pío IX tocaba a su fin. Durante un pontificado tan largo y tan lleno de acontecimientos, había tenido lugar una notable revitalización religiosa en la Iglesia en un tiempo en que muchos querían anularla.

¿Un Papa antisemita?Una de las críticas que se han lanzado contra la beatificación de Pío IX es su supuesto antisemitismo. Pero fue este Papa el que en 1848 mandó quitar las puertas de la judería de Roma, que hasta entonces se cerraban al anochecer y se abrían por la mañana. Al mismo tiempo, ordenó abolir disposiciones humillantes para los hebreos, y estableció que a partir de entonces no fueran considerados como extranjeros sino como ciudadanos pontificios. El pontificado de Pío IX vio famosas conversiones de hebreos, como las del rabino de Ratisbona o los gemelos Lémann, dos hermanos hebreos convertidos que se ordenaron sacerdotes y pidieron al Vaticano I que realizase una invitación a los judíos para que reconociesen a Jesús como el Mesías.

Pero lo que ha despertado más críticas contra Pío IX en este aspecto es el «caso Mortara», una especie de Elián González del siglo XIX. Edgardo Mortara, hijo de una familia hebrea de Bolonia, fue bautizado en secreto a los 17 meses por una sirvienta católica durante una gravísima enfermedad que lo puso al borde de la muerte. Seis años más tarde el bautismo fue conocido; sus padres se negaron a educarlo en el catolicismo y, según las leyes civiles pontificias de la época, el Papa ordenó que el niño fuera llevado a Roma para ser educado en una institución católica. Pío IX «se declaró su padre adoptivo, como de hecho lo fue: mientras vivió se encargó de su educación y aseguró su porvenir» (Actas del proceso).

A los 13 años, Mortara decidió entrar en el seminario de la Orden de los Canónigos de Letrán; después de los estudios de Teología se ordenó sacerdote y mantuvo luego buenas relaciones con sus padres. Mortara fue toda su vida un buen sacerdote y murió en Bélgica en 1940. Y siempre tuvo un gran afecto a Pío IX, sobre el que dio un espléndido testimonio en el proceso de beatificación.

Juan Domínguez

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