El historiador Agostino Borromeo habla de la Inquisición
Roma. La Biblioteca Vaticana acaba de publicar el volumen que reúne las aportaciones de treinta historiadores de reconocido prestigio internacional, que participaron en un simposio monográfico sobre la Inquisición, celebrado en el Vaticano en octubre de 1998 (1). El profesor Agostino Borromeo, editor de la obra y docente de historia en varias universidades de Roma, explica en esta entrevista el significado del trabajo a la luz de la petición de perdón llevada a cabo por el Papa durante el Jubileo del año 2000.
Para situar la cuestión, tal vez no sea superflua una breve descripción de qué se entiende por Inquisición.
Designa el conjunto de tribunales eclesiásticos a los que el Papa atribuyó la jurisdicción sobre un tipo de delito muy concreto: la herejía. Para cumplir su fin, se les dotó de una organización propia y de unas normas procesales. La Inquisición evolucionó de distinto modo según la época y el lugar. Fue muy activa en los siglos XIII y XIV, en los que combatió a los cátaros y valdenses. Más adelante, experimentó un resurgir en los siglos XVI y XVII, con la fundación de nuevos tribunales en la península Ibérica, dirigidos especialmente contra los pseudo-convertidos del judaísmo y el islam, y del tribunal del Santo Oficio romano, concebido inicialmente como instrumento contra la difusión del protestantismo. Estos tribunales se suprimieron entre la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros decenios del XIX.
La fuerza de la verdad
En su momento, sorprendió que la Santa Sede tomara la iniciativa de celebrar un congreso sobre la Inquisición, con la presencia de expertos de diferentes orígenes culturales. ¿Qué les pidió concretamente el Papa?
En la preparación del Jubileo del año 2000, Juan Pablo II dijo que la Iglesia pediría perdón por las veces en las que sus hijos, a lo largo de la historia, ofrecieron un testimonio contrario a la fe. Ese deseo se concretó en la famosa jornada de la «purificación de la memoria», celebrada en la basílica de San Pedro el 12 de marzo de 2000, que fue uno de los momentos centrales del Jubileo.
Pero antes, el Papa pidió a los historiadores un estudio serio sobre lo que era la Inquisición, porque no hay motivo para pedir perdón por mitos y leyendas que no tienen fundamento. Es preciso saber, en primer lugar, por qué hechos se pide perdón. Nuestro trabajo consistió en proporcionar a los teólogos los datos históricos.
El Papa ha saludado la presentación del volumen enviando una carta que va mucho más allá de la mera cortesía.
En esa carta, aunque es muy breve, el Papa explica la finalidad del simposio y observa que en los hechos históricos es posible distinguir el «sensus fidei» de la mentalidad dominante en una época determinada. En este sentido, subraya que los hijos de la Iglesia en cierta época y en relación con la Inquisición, han dado un testimonio contrario a la fe católica. En definitiva, que la institución misma es una forma de antitestimonio y escándalo. Citando palabras del Concilio Vaticano II, recuerda que la regla de oro que orienta la defensa de la verdad, tarea que forma parte de la misión del magisterio de la Iglesia, es que «la verdad no se impone sino con la fuerza de la misma verdad». Es decir, que en el futuro no puede haber formas de coacción física para imponer la verdad, que el único instrumento es el testimonio de la fe. Así pues, el Papa renueva la petición de perdón que hizo durante el Jubileo, en este caso mencionando expresamente la Inquisición.
Algunos se podrían preguntar: ¿no es un poco tarde?
Nunca es tarde para reconocer las propias culpas. Y además, nadie lo había pedido: hubiera sido tarde si la petición de perdón llegara años después de que se hubiera solicitado. Fue el Papa, con esa visión profética tan característica suya, quien anticipó lo que después resultó ser un punto sensible.
No solo nadie lo había pedido sino que al principio hubo incluso cierto malestar, con razonamientos fundados. Recuerdo a un importante eclesiástico que, movido por una preocupación pastoral, nos preguntó por qué se hacía esto, ya que podría turbar los espíritus más sencillos, crear confusión, poner sobre el tapete cuestiones complejas que la gente o ha olvidado o no sabe. La respuesta fue que el servicio a la verdad hay que hacerlo siempre.
Para comprender las causas
¿Cómo juzgar los hechos históricos sin juzgar a las personas que los protagonizaron?
No es tarea de la Iglesia juzgar a los individuos y menos condenarlos. La reflexión consiste en ver qué factores han influido para que una Iglesia que está fundada sobre el amor y el testimonio evangélico, haya podido alejarse tanto de sus raíces en este caso concreto. La comunidad eclesial tiene que hacerse cargo de su responsabilidad por algo que pertenece a los cristianos. Pero nadie puede juzgar ni en términos morales ni incluso en términos jurídicos, porque juzgar implica culpa, y se juzga a partir de nuestra sensibilidad y cultura, lo que no tiene sentido.
Hay que tener en cuenta el contexto, la mentalidad dominante, el entorno cultural de la civilización en la que se vive, etc., pero no a modo de justificación: se trata de comprender los mecanismos que han provocado esa evolución jurídica, porque en los primeros diez o doce siglos al hereje se le alejaba de la comunidad cristiana, pero no se le castigaba físicamente.
¿Podría mencionar algunas de las causas que provocaron ese deslizamiento?
El mismo poder civil empujó a la Iglesia a perseguir a los herejes, porque los herejes en la Edad Media eran percibidos por el príncipe como elemento perturbador de la paz y de la cohesión social. Además, muchas veces la misma población apoyaba a la Inquisición porque eliminaba a los que se veían como enemigos y representantes del demonio. La pena de muerte era comúnmente aceptada.
Habría que documentarlo mejor, pero la Inquisición podría ser también expresión de la tendencia teocrática del Papado: se quiere imponer a la sociedad como autoridad moral. Un poder espiritual al que todos tienen que estar sujetos, incluido el príncipe.
Uso ideológico de la historia
Pedir perdón por los hechos, no por mitos o fantasías. Es evidente, en efecto, que la Inquisición ha sido un terreno fértil en el uso ideológico de la historia.
Ese uso instrumental está relacionado con lo que se llama «leyenda negra», que nace en los Países Bajos en el siglo XVI y es retomada por los escritores anticlericales en el siglo XIX. Esto produjo la reacción inversa de escritores católicos que quisieron defender a la Inquisición y llegaron a hacer una apología con argumentos débiles, como subrayar que fue beneficiosa porque garantizó la unidad de la fe.
Otros sostuvieron que, en realidad, la Inquisición era una institución del Estado, lo que no es verdad. Es cierto que el rey tenía cierto poder de control sobre la Inquisición española, como lo tenía sobre el episcopado, pues nombraba al inquisidor general. Pero la jurisdicción del inquisidor procedía de la investidura pontificia: aunque hubiera sido nombrado por el rey, no podía ejercer el cargo hasta que no le llegaba el documento en el que el Papa le atribuía las facultades.
Hoy, afortunadamente, no se usa ya la Inquisición como instrumento para la polémica o la apología. Se estudia sobre bases científicas, como cualquier otro fenómeno -malo o bueno- de la historia.
Sin embargo, los estereotipos sobre la Inquisición en el «imaginario colectivo» parece que tardan más tiempo en difuminarse.
Me parece que se debe a que, a diferencia de otros hechos históricos, se asocia con algo más llamativo: la hoguera y la tortura. Por ejemplo, a nadie se le ocurre pensar en que la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que es un texto fundamental para nuestro pensamiento del siglo XXI, fue escrita por gente que tenía esclavos en sus casas, como Thomas Jefferson. Un texto en el que se dice que «todos los hombres son iguales, dotados por el Creador de derechos inalienables entre los que figuran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». La esclavitud duró un siglo más.
Pero no asociamos la esclavitud a la tortura ni a la muerte, como ocurre con la Inquisición. Esa visión pasó de los panfletos polémicos a una cierta literatura y, en algunos casos, incluso a los libros de historia del siglo XIX. De este modo, para el hombre de la calle «Inquisición» significa «hoguera y tortura». De ahí la sorpresa ante algunos datos que presentan una realidad un tanto diversa. Lo cual no cambia, desde luego, la naturaleza del problema: antitestimonio cristiano y escándalo, porque es el uso de la fuerza, de la violencia y de la coacción en materia religiosa.
Los tribunales civiles quemaron más brujas que la Inquisición
En la línea de la desmitificación, ha llamado la atención los casos relacionados con la quema de brujas.
Las tres inquisiciones condenaron, durante los tres siglos sobre los que hay documentación fidedigna, un total de 4 brujas en Portugal, 59 en España y 36 en Italia. En ese mismo periodo de tiempo, los tribunales civiles condenaron a cien mil brujas en toda Europa, de las que cincuenta mil fueron a la hoguera. En Alemania, por ejemplo, donde no había Inquisición y contaba con mayoría protestante, fueron condenadas por los tribunales civiles veinticinco mil brujas sobre una población estimada en dieciséis millones de habitantes. En el actual Liechtenstein se condenaron a trescientas brujas, sobre una población de tres mil habitantes.
¿A qué se debe ese contraste tan rotundo?
Hay que tener en cuenta que la Inquisición juzgaba solo los casos en los que existía sospecha de herejía en la actividad de la bruja. En general, la sospecha se relacionaba con los sacramentos: pisotear o realizar otras profanaciones de la Eucaristía, «bautizar» objetos para buscar tesoros, etc. Por su parte, los tribunales civiles las condenaban solo con que se comprobara que eran brujas. Habitualmente, estas formas de marginación de algunas personas eran más frecuentes en las zonas montañosas que en las ciudades: la brujería no era un fenómeno urbano.
Es interesante observar que la Inquisición descubrió en época muy temprana que no había que fiarse de las confesiones de las brujas. Hay un documento muy significativo de la Congregación del Santo Oficio, que no está fechado pero se considera que es de 1620-25, en el que se recomiendan una serie de medidas prudenciales antes de procesar a una bruja, pues a veces son personas desequilibradas que creen haber hecho cosas que no han hecho. Se habla incluso de contar con la colaboración de médicos.
Condenas y torturas
¿Y por lo que se refiere a datos más generales de procesos y condenas?
El recurso a la tortura y a la pena de muerte fue menos frecuente de lo que se piensa. Muchas veces las penas eran de carácter espiritual: penitencias, peregrinaciones, etc. Por ejemplo, por la parte que se conoce, de los 125.000 procesos de la Inquisición española -que se suprimió en 1834- acabaron en condenas entre el 1,5% y el 2%.
De la Inquisición de Venecia están documentados 3.600 procesos, que concluyeron en 26 ejecuciones, de las cuales 23 se llevaron a cabo entre 1547 y 1588. Desde ese año hasta 1705 no hubo ninguna ejecución. Las tres restantes ejecuciones se produjeron en más de siglo y medio, hasta la supresión del tribunal a finales del XVIII.
Insisto en que el hecho de citar estos y otros datos, que contrastan con una visión novelada de la Inquisición, no se debe a la voluntad de «maquillarla» sino de buscar la verdad: las palabras del Papa que he citado antes me parecen suficientemente explícitas.
¿A qué se debe que se publiquen ahora los trabajos, casi seis años después del congreso?
Las causas han sido de tipo técnico. El congreso constaba de ponencias y debates. El contenido de algunos de los debates resultó tan interesante que se decidió pedir a los autores que los elaboraran por escrito. Esto ha llevado más tiempo del suponíamos. Algunos han interpretado esta demora aventurando que existían «presiones» contra la publicación, pero se trata de una hipótesis absurda.
En todo caso, por el rigor científico y la riqueza de datos, el libro representa hoy un punto de referencia para los estudios sobre la Inquisición. Estoy convencido de que la publicación relanzará el debate intelectual sobre el tema y sugerirá nuevas investigaciones.
Diego ContrerasJuan Pablo II: la verdad se impone por la fuerza de la misma verdadCon motivo de la publicación de las actas del Simposio sobre la Inquisición, Juan Pablo II envió una carta al cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comité organizador del Jubileo del año 2000, en cuyo marco se celebró el congreso. Ofrecemos los párrafos más significativos de la carta, que está fechada el pasado 15 de junio.
Este Simposio respondía al deseo que expresé en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente: «Así es justo que la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (n. 33).
En la opinión pública, la imagen de la Inquisición representa casi el símbolo de tal antitestimonio y escándalo. ¿En qué medida esta imagen es fiel a la realidad? Antes de pedir perdón es necesario tener un conocimiento exacto de los hechos y colocar las faltas respecto a las exigencias evangélicas allí donde se encuentran efectivamente. Esta es la razón por la que el Comité [del Jubileo] se ha dirigido a historiadores cuya competencia científica es universalmente reconocida.
La insustituible aportación de los historiadores contiene, para los teólogos, una invitación a reflexionar sobre las condiciones de vida del Pueblo de Dios en su caminar histórico. Una distinción guiará la reflexión crítica de los teólogos: distinguir entre el auténtico sensus fidei y la mentalidad dominante en una determinada época, que puede haber influido en su misma opinión. Es al sensus fidei a quien hay que pedir los criterios de un juicio ecuánime sobre el pasado de la Iglesia.
Tal discernimiento es posible precisamente porque con el progreso del tiempo la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, percibe con una conciencia cada vez más viva cuáles son las exigencias de su conformidad con el Esposo. Así, el Concilio Vaticano II ha podido expresar la «regla de oro» que orienta la defensa de la verdad, tarea que compete a la misión del Magisterio: «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» (Dignitatis humanae, 1).
El instituto de la Inquisición ha sido suprimido. Como tuve oportunidad de decir a los participantes en el Simposio, los hijos de la Iglesia no pueden sino volver con espíritu de arrepentimiento por la «aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad». Este espíritu de arrepentimiento, como es obvio, implica el firme propósito de buscar en el futuro servir a la verdad por las vías del testimonio evangélico.
El 12 de marzo de 2000, con ocasión de la celebración litúrgica que caracterizó la Jornada del Perdón, se pidió perdón por los errores cometidos en el servicio a la verdad por medio del recurso a métodos no evangélicos. La Iglesia debe cumplir este servicio en imitación del propio Señor, pacífico y humilde de corazón. La oración que entonces dirigí a Dios contiene los motivos de una petición de perdón, que es válida tanto para los dramas ligados a la Inquisición como para las heridas de la memoria que produjo.
____________________(1) Agostino Borromeo (ed.). L’Inquisizione. Biblioteca Apostolica Vaticana. Collana «Studi e testi». Città del Vaticano (2004). 788 págs. 60.