Sydney. La Jornada Mundial de la Juventud 2008 fue un éxito para la Iglesia católica y su pontífice de 81 años, el Papa Benedicto XVI. El 20 de julio asistieron a la misa conclusiva unas 400.000 personas, que por unas horas hicieron del hipódromo de Randwick un lugar más poblado que la capital de la nación, Canberra. La Jornada Mundial de la Juventud se ha convertido en la mayor cita de jóvenes en el moderno mundo globalizado, una fiesta de la fe.
Después de años de recibir abucheos entre bastidores, se ha vuelto a alzar el telón y Dios ha sido recibido con fuertes aplausos. Como con toda naturalidad dijo una joven que comentaba el acto para la televisión australiana, antes no estaba de moda ser católico en Sydney, pero ahora “vuelve a estar en la onda”. No es extraño que el anuncio de que Madrid acogerá la JMJ en 2011 fuera recibido con tanto júbilo.
La respuesta de los jóvenes fue impresionante. Unos 110.000 peregrinos, según los datos oficiales, cruzaron el mundo para venir a Australia, pese a la subida de las tarifas aéreas y la enorme distancia desde Europa y América. Muchos procedentes del extranjero tuvieron que ahorrar durante meses y sufrir veinte o treinta horas de vuelo hasta Sydney. Y a pesar de informaciones negativas en los medios de comunicación y el tibio apoyo de muchas escuelas católicas, se les unieron otros 100.000 peregrinos australianos. El último día, en la misa de Benedicto XVI en el hipódromo de Randwick, se sumaron varios miles más. Y todo sin ningún incidente de relieve, hecho realmente sorprendente para tal concentración de jóvenes.
El Vaticano y el cardenal George Pell de Sydney habían concebido la JMJ como una catequesis, un festival de cultura católica, de enseñanza y oración. Para los peregrinos que llegaron más pronto, las diócesis organizaron charlas en torno a asuntos controvertidos como la doctrina católica sobre sexualidad, o bioética, o fe y razón. Durante la semana inmediatamente anterior predicaron obispos de todo el mundo.
De hecho, uno de los aspectos sorprendentes de la JMJ en Sydney fue la naturalidad con que la nueva generación sintonizó con formas tradicionales de la devoción y la doctrina católica que para la generación Woodstock eran reliquias fosilizadas de la época preconciliar. Pero no.
¿Qué dejaréis a la próxima generación?
Al dirigirse a los católicos, el Papa hizo hincapié en la unidad. Sus palabras en la vigilia con los jóvenes ofrecieron todo un panorama de la teología de la unidad. Aunque pueden haber superado la capacidad de atención de peregrinos cansados que llevaban velas en la oscuridad, dio un magistral esbozo del esfuerzo de san Agustín por aferrar el significado de la Trinidad, la doctrina central del cristianismo. Y lo utilizó para hacer una llamada a la unidad dentro de la Iglesia.
“Lamentablemente, la tentación de ‘ir por libre’ continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y a la segunda como rígida y carente de Espíritu.”
“La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia; es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de dar media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo”.
Y a los jóvenes les recordó, una y otra vez, la responsabilidad de transmitir su fe a los otros.
“¿Qué dejaréis a la próxima generación?”, preguntó en la homilía de la misa final. “¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la ‘fuerza’ que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán?”.
Y les invitó a ser los profetas de una nueva sociedad: “Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas”.
Antes les había recordado a “aquellos pioneros -sacerdotes, religiosas y religiosos- que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes -algunos incluso con apenas veinte años- y, cuando se despidieron para siempre de sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas”.
Esa fuerza solo puede venir de Dios, si le dejamos actuar en nosotros. “El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración”.
Una inmensa tarea por delante
Reconstruir la Iglesia católica, en Australia como en otras partes, es una empresa ingente. En los medios de comunicación del país, las protestas de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes casi eclipsaron el exuberante recibimiento dispensado al Papa. Hubo insistentes demandas de una petición de perdón, y el Papa la hizo (en Sydney, durante la misa con obispos, seminaristas y novicios): “Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. (…) Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia”.
Pese a las sombras, la calurosa acogida a Benedicto XVI en Sydney muestra que el cristianismo no está muerto, ni siquiera en letargo. Banderas de docenas de países ondeaban al recio viento que soplaba en los momentos finales de la JMJ. Entre ellas estaba la roja de la República Popular China. Incluso allí, bajo un régimen oficialmente comunista, hay entusiastas del Papa. En los cinco últimos años un laicismo resentido ha intentado encerrar la religión en un armario. Libros de ateos proselitistas han cautivado la atención de los medios. Ahora, tras una semana de expresión de religiosidad alegre y sin complejos en las antípodas, todo el mundo sabe que hay una alternativa viable. Dios ha vuelto al terreno de juego.