Terry Eagleton, catedrático de Teoría Cultural de la Universidad de Manchester, es conocido por su ideología marxista, pero ha sido también uno de los pensadores que con mayor lucidez ha destapado los prejuicios y errores del “nuevo ateísmo”. Además se ha opuesto a la frivolización de lo religioso que supone la propuesta de religión laica del filósofo francés Alain de Botton.
Si para la polémica de los Ditchkins (como denominó a la pareja más famosa del ateísmo beligerante, Christopher Hitchens y Richard Dawkins), escribió Razón, fe y revolución (2012), en su nuevo libro, Culture and the Death of God (Yale University Press), expone el fracaso de las ideologías que buscaban desterrar lo religioso.
El laicismo ha fomentado la creación de una cultura elitista y antidemocrática, y, como contrapartida, ha alimentado la deriva fundamentalista de algunas religiones
Un error de la izquierda
Como ocurre en su último libro publicado en castellano, Dulce violencia, puede sorprender que un pensador tan comprometido con la ideología marxista realce la importancia del cristianismo y lamente que la izquierda haya ridiculizado lo religioso. Sin embargo, el interés de Eagleton por lo religioso nació antes que sus convicciones políticas y que su vocación como teórico de la literatura.
Eagleton fue educado en el catolicismo y ya durante los años sesenta colaboró con un Slant, una revista católica pero relacionada con el activismo de izquierdas, hoy desaparecida. Desde entonces, su trayectoria intelectual ha estado marcada por una peculiar visión teológica y política: su primera obra, por ejemplo, publicada en 1970, se titula Towards a New Left Theology. Con independencia de ello, Eagleton ha sido importante en el seno de la teoría literaria, pues ha criticado con dureza los postulados relativistas del posmodernismo.
Dios no tiene sustituto
En su último libro, Eagleton sostiene que tanto las invectivas de los ilustrados contra lo religioso, como los violentos agravios de Nietzsche o la atención a las funciones sociales de la religión, propia de las últimas décadas, se inscriben en una narrativa filosófica que no ha logrado encontrar alternativas mundanas ni a Dios ni al cristianismo, ni desterrar por completo el anhelo humano de lo sagrado. La razón a su juicio es sencilla: el Dios de los cristianos es insustituible.
El proyecto de una cultura secularizada y progresista, racional y positiva, que haría superflua la función de la religión y reemplazaría su utilidad moral y social, requirió la sacralización de otros conceptos. Así nacieron los ídolos de la razón, de la nación o de la ciencia. Para Eagleton, los resultados han sido engañosos, pues son un remedo falaz de la religión y no tienen la capacidad de responder, como el cristianismo, a las inquietudes existenciales del hombre.
“Ninguna forma simbólica –explica Eagleton– en la historia ha igualado la aptitud de la religión por relacionar las verdades más elevadas con la existencia cotidiana de incontables hombres y mujeres”.
“Ninguna forma simbólica en la historia ha igualado la aptitud de la religión por relacionar las verdades más elevadas con la existencia cotidiana de incontables hombres y mujeres”
Una cultura elitista
Sacralizar la cultura, como plantean algunos pensadores actuales, o ciertos valores políticos, como hacen otros, no ha mostrado ser una forma eficaz de asegurar la influencia de principios morales ni de garantizar su vigencia social. Eagleton afirma, por el contrario, que la apropiación laicista de lo religioso ha fomentado la creación de una cultura elitista y antidemocrática, conformista con el neoliberalismo, y, como contrapartida, ha alimentado la deriva fundamentalista de algunas religiones.
Después de las críticas a todas estas manifestaciones secularistas, Eagleton comienza a ejercer de teólogo para recordar la originalidad revolucionaria del mensaje cristiano, devaluado por las instituciones religiosas o degradado a código moral. En este punto, sus ideas no son novedosas: hereda los tópicos de los sesenta, mezcla confusamente la redención con la emancipación y parece orillar lo espiritual para acentuar lo político. Por decirlo de alguna manera, utiliza arsenal religioso para atacar al capitalismo, su verdadera bestia negra.
A propósito de esto, John Gray, después de detallar los aciertos de Culture and the Death of God, escribe en The New Statesman que el problema de Eagleton es que identifica lo cristiano con lo revolucionario, olvidando las diferencias políticas e históricas. Y no le falta razón: es verdad que la concepción de Eagleton está lastrada por un léxico obsoleto y que ensaya una anticuada interpretación revolucionaria de la escatología. Sin embargo, estas consideraciones polémicas y desacertadas no deberían oscurecer la valiosa denuncia que hace de cierto secularismo demasiado condescendiente con lo religioso.