Una joven eslava decide trabajar como prostituta. Una mujer casada mantiene una relación con un pintor brasileño. Un agresor sexual sale de la cárcel después de una intensa terapia. Una joven trata de superar la infidelidad de su novio, mientras que un musulmán practicante se debate entre su religión y la atracción que siente hacia una mujer casada.
El brasileño Fernando Meirelles adapta La Ronda, una pieza teatral de Arthur Schnitzler que ya había llevado al cine el director alemán Max Ophüls. En su momento, Schnitzler escandalizó con una obra bastante explícita que criticaba la doble moral de la sociedad vienesa y apoyaba, de paso, algunas tesis de Sigmund Freud, que a base de acentuar la importancia de la sexualidad terminaba reduciendo al hombre a la pura libido.
Hay que reconocer que, en una sociedad hipersexualizada como la de hoy, la cinta tiene su interés. Los personajes de 360 se pasean de una historia a otra envueltos en relaciones epidérmicas, llevados por la pasión o el capricho y destrozando vidas –la suya y la de los otros– sin ni siquiera ser muy conscientes, porque después de una aventura viene otra y no hay tiempo de mirar los cadáveres que uno deja a su paso ni de constatar que el cadáver puede ser uno mismo.
Meirelles rueda bien, el reparto –en el que alternan actores muy conocidos (en las historias más breves) con otros noveles– resulta convincente, y el tema es interesante. ¿Qué falla? Sorprendentemente, el guion. Sorpresa porque firma el libreto Peter Morgan, autor de guiones tan solventes como los de The Queen o Frost contra Nixon. Aquí, sin embargo, Morgan deja la historia en tierra de nadie. Lo que cuenta 360 –con jóvenes que se prostituyen no por necesidad sino por mejorar su tren de vida, o adictos al sexo que tratan de superar su problema en una sociedad que les reclama continuamente, o matrimonios encerrados en una mentira– es tristísimo pero está contado con tanta superficialidad y falta de nitidez moral que resulta tan epidérmico como alguna de las relaciones que cuenta la película.
El tándem Morgan-Meirelles parece no querer forzar la mano, y su denuncia se queda en una tibia nebulosa que, quizás por no caer en el moralismo, acaba cayendo en la simplonería: “esta es la vida y tampoco vamos a pedir peras al olmo”. Para entendernos, ni guionista ni director se atreven a hacer lo que –en la excesiva, incómoda y brutal Shame– sí se atrevió a hacer Steve McQueen: “señores, a esto es lo que lleva nuestra moderna desinhibición”.
Se entiende que la película –a pesar del renombre de sus créditos– haya tardado dos años en estrenarse. Es una cinta prescindible, que podría haber dicho mucho y no dice casi nada. Una película a la que además se le puede criticar que el tono contenido –dentro de lo escabroso del argumento– de las tres cuartas partes de la cinta, se tire por la borda con una escena final más propia de una pornocomedia de Jude Apatow.