Es éste un título escueto y llamativo; pero quizá no muy propio para el contenido de la película, porque no parece que, abiertos los ojos ante el imperativo, gocen de la visión de algo por lo que valiera la pena obedecer.
Un joven, huérfano y millonario, vive una vida de ilimitada irresponsabilidad, sobre el simple esquema trabajo no, sexo sí. Sufre un grave accidente automovilístico, y, a partir de ese momento, la película se desarrolla en un constante engaño al espectador. No porque el espectador sea necio y no consiga desentrañar la trama de suspense onírico psicológico criminal, sino porque el director-guionista va añadiendo sucesos sin otra razón que ésta: porque lo decido yo, no porque sean consecuencia de un hilo en su carrete del que hubiera que tirar. Y éste es el más grave defecto del guión, que no crea historia, ni argumento, sino un largo juego malabar.
Terminado el juego, se enseña el as de la baraja y, efectivamente, no valía la pena abrir los ojos. Ni la mente, pues si se pretende una segunda intención o lectura subterránea, lo que se lee es una banalidad, y falsa.
Soy consciente de un cierto hermetismo en mi comentario; la razón es que la productora del film ha pedido que no se desentrañe el quid. Me contradigo, lo sé, pues acabo de decir que el quid no existe. Pero…
Sin embargo, se trata de un segundo largometraje -el primero fue Tesis-, se trata de un autor de 25 años… El manejo de la cámara es sólido y seguro, es decir, el autor sabe escribir muy bien; aunque, me parece, debiera haber contado otra cosa. Hay mucho mimetismo, mucha asimilación no digerida de grandes películas, de modo que todo deja una desazonante sensación de déjà vu…; pero ahí está una gran escritura, así que el tiempo y, con él, la maduración artística acabarán por hacer de Amenábar un buen director de sus propios guiones.
Una referencia, final, a los actores: sus personajes -culpa de nuevo del guión- son demasiado jóvenes superficiales. Las dos cosas. Una superficialidad y un vacío que les hacen incapaces del angustiado dramatismo que quizá pretende la película. Y demasiado jóvenes todos, de espaldas y ajenos a un próximo mundo adulto, tanto, que a veces parece una película de amiguetes. Salvo Najwa Nimri; y salvo Jorge de Juan en su breve papel. Y poco más. ¡Ah, sí! Los diálogos: esos diálogos llenos de vulgaridad, de lugares comunes; ese constante echar tacos, capaz de convertir en fútil contrariedad la desgarrada tragedia de Antígona.
Pedro Antonio Urbina