Hace poco defendía en un foro la subjetividad de la crítica: un género –periodístico o literario– vinculado directamente a la percepción que un sujeto –con unos conocimientos, una sabiduría pero también con una experiencia vital concreta– hace de una obra de arte. La afirmación provocó un animado debate que no tengo espacio ni tiempo para reproducir, desgraciadamente, porque fue interesante.
A los pocos días me enfrento a Agosto, un drama familiar articulado alrededor de la desaparición del padre y las tormentosas relaciones entre una madre absolutamente desequilibrada y sus tres hijas adultas, muy diferentes, pero con cierta tendencia a la conflictividad. La película está dirigida por John Wells (The Company Men) y tiene un llamativo reparto, con una Meryl Streep sobreactuada, como tiene que ser porque para algo es una mujer desquiciada; una Julia Roberts envejecida, encanecida, fondona y guapísima; Ewan McGregor perfecto en su papel de marido comparsa, y Abigail Brieslin en el de hija adolescente tan desubicada como el resto de la familia.
No puedo dejar de admirar unas interpretaciones dignas de premio. Contemplo con interés el retrato de una familia que podría ser la mía y unas relaciones fraternales que solo quien tiene hermanas puede entender hasta qué grado de complicidad pueden llegar. Reconozco el talento de los actores, la sabiduría de algunos diálogos bien construidos y, sin embargo, llega un momento en que desconecto.
¿Razones? Varias, pero una de ellas afecta principalmente a la dimensión subjetiva de la crítica. Esa familia que, por composición y edades, podría ser la mía, es al mismo tiempo tan ajena a mi vivencia como una familia de zombis. Y a ratos, en vez de un drama intimista, me parece estar viendo una película de ciencia-ficción. Esas hermanas, que podrían tener el nombre de las mías, están tan alejadas de mi horizonte vital como los siete enanitos de Blancanieves. Y tengo que cambiar de registro para situarme frente a un cuento o una parodia. Y cuando, en el tercer tercio de la cinta, empiezan a aparecer hijos secretos, me convenzo de que lo que tengo delante es un culebrón venezolano. Probablemente, si quien escribe estas líneas fuera alguien que lanza cuchillos en las cenas familiares y sus hermanas hubieran hecho vudú con ella, estaría hablando de un drama realista –tan real como la vida misma– y quizás añadiría que la película refleja la venenosa esencia de lo que llaman familia.
Hay además una escritura artificiosa que disimula poco el origen teatral de la cinta, fallos de dirección, barroquismo narrativo, problemas con el metraje. Pero en mi caso sucede también que la historia apenas me roza, me resulta cartón-piedra: un ejercicio de estilo y poco más.
Por cierto, a las pocas horas vi La vida inesperada, una película española en la que, entre otras cosas, una madre se pasa dos horas con la mirada fija en el ordenador esperando a que su maduro hijo se conecte para hablar por Skype. Le pregunta por su gripe, por lo que ha comido, y termina diciéndole que si necesita algo, se lo pida, que para eso están las madres. Y quizás no sea una gran película, pero esa madre se parece más a la mía que Meryl Streep y la película me llega de otra forma y toca algunas fibras que Agosto, ni de lejos. Y, a pesar de sus defectos, terminaré subiéndole media estrella. Todo por la dichosa –y, en el fondo, no tan caprichosa– subjetividad del crítico.