El multimillonario Charles Bishop Weyland (Lance Henriksen) organiza una expedición científica para investigar un anormal ascenso de temperatura en una isla del Antártico, detectado por uno de sus satélites. Dicho fenómeno ha permitido descubrir una antiquísima pirámide azteca enterrada a 600 metros bajo el hielo. El equipo comprobará que hace miles de años los humanos adoraban como dioses a unas misteriosas criaturas, y que éstas se dedicaban a extrañas cacerías rituales, y que precisamente ahora va a comenzar una de ellas. Weyland y su equipo van a participar -como huéspedes de crías de «alien»- en una de ellas.
Se podrá objetar que el guión no es original, ni creativo, ni muy inteligente. Todo ello es cierto: el espectador sabe que los aliens tienen sangre ácida de color verde y son una especie de lagartos muy prolíficos y con muy mal humor; y también sabe que los depredadores tienen visión infrarroja y un visor láser triangular. Por ese lado no se esperaban sorpresas, como tampoco las deparan los expedicionarios, personajes planos, prescindibles, destinados a ser eliminados al poco de comenzar la historia. Pero no se podrá acusar a la Fox de engañar. La película es exactamente lo que promete, un simple divertimento que muestra el esperado choque -esperado desde aquella entrega de la saga de los depredadores en que se ve un cráneo de alien- entre los mayores carniceros del espacio. Paul Anderson se esfuerza por cumplir su misión técnica del mejor modo posible y resuelve la papeleta con corrección y oficio. Un producto de consumo fácil para los amantes del género.
Fernando Gil-Delgado