Estamos en el siglo XXVI, en la Ciudad del Hierro, la última habitada en un planeta despoblado; en ella malviven humanos y cyborgs. Encima de ella flota Salem, donde viven los privilegiados. Un día el doctor Ido encuentra entre escombros los restos de un viejo cyborg con el cerebro intacto. Lo reconstruye y resulta ser una adolescente amnésica. Él le dará el nombre de Alita. La historia desarrolla dos líneas diferentes: por un lado, cómo Alita descubre el mundo, a sí misma –esto incluye el romance y sus aptitudes para el combate– y su lugar en él; por otro, el funcionamiento de ese mundo distópico, en el que imperan el crimen, la explotación, la corrupción y el miedo. Al final, las dos líneas se juntan en un final apoteósico.
Alita es una buena película, muy entretenida, con muchísima acción. Viene de la mano de James Cameron –productor: la dirección la dejó a Rodriguez–, lo que asegura la perfección en el acabado visual y en la utilización de los efectos especiales. El primer y principal logro de esta cinta es la protagonista. Alita funciona porque es –como su personaje– mitad Rosa Salazar, mitad criatura CGI, y el talento de la actriz y el de los realizadores han logrado que las dos partes se combinen a la perfección. Todas y cada una de sus imágenes son artificiales, y sin embargo, se nota la actriz que hay debajo, cómo se mueve, cómo siente… El resultado es fascinante. Además, el diseño es espectacular –la ciudad, sus callejuelas, el inframundo, el estadio– y las escenas de acción son impecables.
Aun así, se puede reprochar al guion que tarda en entrar en materia, lo poco definidos que quedan los malos –y otros que no lo son tanto– algunas reacciones bruscas, no explicadas o ilógicas. Pero son detalles que no impiden disfrutar de un magnífico espectáculo de calidad.