Muchos intelectuales y artistas de formación marxista han encontrado su último refugio en el antifascismo, apropiándoselo como si fuera de su exclusiva propiedad. Y en dicho proceso arremeten contra la Iglesia católica, quizá para ocultar en la refriega sus propias frustraciones y evitar así el repudio definitivo del marxismo como una ideología tan deshumanizadora como el nazismo. Dentro de esta maniobra se encuadra Amén., del veterano cineasta franco-griego Costantin Costa-Gavras, director de famosos alegatos políticos, como Z, Estado de sitio, Desaparecido o La caja de música. En esta ocasión adapta la polémica obra teatral El vicario, del alemán Rolf Hochhuth, que ha sido duramente criticada por los historiadores desde su aparición en 1963.
Relata el drama real de Kurt Gerstein, un químico protestante, profundamente religioso, que acabó en las SS fabricando el gas Ziklon B para los campos de concentración. Su afán por denunciar al mundo el exterminio de los judíos le lleva en el film a dirigirse al Padre Fontana, un joven jesuita que intenta ponerle en contacto con Pío XII. Pero topa con la diplomacia vaticana y la pasividad papal.
Ambientada con esmero, bien interpretada y rodada con un vigor apabullante, la película flaquea por su sectarismo anticatólico, que convierte a Pío XII en un cobarde atontado, al cardenal secretario de Estado en un intolerante agresivo y al Padre Fontana en un ridículo predecesor de la ya caduca teología de la liberación. Solo se salva el personaje de Gerstein, cuyo terrible conflicto moral habría podido generar por sí solo una obra maestra. Lo demás hará revolverse en su tumba a Israel Zolli, rabino de Roma que se convirtió al catolicismo en 1945 y que adoptó el nombre de Eugenio en agradecimiento a la actitud de Pío XII, valiente y prudente a la vez, contra el nazismo.