Después de ver «Apocalypto» sales hecho unos zorros, agotado tras dos horas largas corriendo por la selva. Con la sensación de estar muy manchado: de sangre, de sudor, de barro, de maldad, de violencia, de crueldad, de miedo. A la salida del cine, superado el aturdimiento, se va abriendo paso la conclusión de que acabas de ver una gran película, con un guión excelente, unas interpretaciones soberanas y una realización de alto nivel.
«Quería -dice Gibson- que el público se sintiera completamente parte de ese tiempo -el imperio maya en el siglo XVI- y no quería ni un solo vestigio del siglo XXI, a la vez que, desde el punto de vista cinematográfico, quería que la película tuviera una especie de cineticismo vertiginoso y fuera muy de actualidad. Me fascinaba la idea de que la mayor parte de la historia se contara visualmente, algo que llevaría al público a los niveles más viscerales y emocionales».
Ya se ve que el director, coguionista y productor de esta película de 40 millones de dólares de presupuesto quería muchas cosas. Lo más sorprendente no es que haya conseguido los objetivos enunciados más arriba. Lo llamativo es que la película -magnífica como exponente del cine de acción, con personajes atractivos y tramas apasionantes- es, a la vez, un certero acercamiento al misterio de la desaparición del imperio mesoamericano. Y lo consigue usando las herramientas de la ficción dramatizada con un encomiable rigor histórico.
El director norteamericano vuelve a mostrar su buen manejo de batuta al frente de una orquesta y un coro de altura, compuestos por excelentes profesionales, capaces de hacer una película muy atractiva con un presupuesto más propio de una comedia urbana que de una aventura épica rodada al aire libre.
La fotografía aporta una fuerza demoledora por su capacidad para registrar con muy pocos cortes largas secuencias con movimientos muy violentos. El montaje logra una autenticidad estremecedora. Las localizaciones mexicanas son sobrias y creíbles, con unas vistas panorámicas generales de gran belleza. Los logrados decorados de la ciudad hacen que la llegada de los protagonistas sea inolvidable.
Y podemos seguir con el «casting», que ha seleccionado un elenco de actores en su mayoría no profesionales, atletas que no lo parecen. Y el maquillaje y la caracterización y la dirección artística… todo al servicio de una historia muy bien contada, con unos personajes y unos conflictos muy vigorosos. La decisión de usar la lengua maya se revela acertadísima porque ayuda a los actores -y a los espectadores- a introducirse en un mundo que en inglés o en castellano no hubiese sido tan creíble, tan espeluznante.
Antes de terminar, dos advertencias: no me gustó «Braveheart». Y algo evidente para los versados en la materia: la crueldad sanguinaria del imperio maya no se la ha inventado Gibson.
Alberto Fijo