Director: Oliver Stone. Intérpretes: Woody Harrelson, Juliette Lewis, Robert Downey Jr.
Oliver Stone y Quentin Tarantino, juntos: el hambre y las ganas de comer, la visceralidad y el regodeo en la violencia. El resultado, una de las películas más repulsivas de todos los tiempos.
Mickey (Woody Harrelson) y Mallory (Juliette Lewis) son dos asesinos psicópatas que matan por placer. Son almas gemelas, a las que el ambiente familiar no ayudó. El caso de Mallory, mostrado como si fuera una comedia televisiva, es brutal. De los 55 asesinatos que llevan cuando son detenidos, sólo lamentan uno. En la cárcel se producirá la apoteosis del show televisivo que se ha montado alrededor de estos dos populares asesinos: una entrevista en directo a cargo de Wayne Gale (Robert Downey Jr.), un periodista sin escrúpulos.
El film es una verdadera borrachera de imágenes, montada con indudable mérito técnico. Color, blanco y negro, televisión, 16 mm, animación; planos inclinados, retroproyección, sobreimpresiones, estética de vídeo-clip. Y música, mucha y variada música. El efecto, brillante en verdad, resulta lo más parecido a un alucinógeno que se puede hacer a través del cine. Consigue transmitir esa sensación de vacío que embarga a los protagonistas, gracias a la cual no sienten remordimiento por nada.
Es cierto que se trata de un film contra la violencia y el estilo de vida que la sustenta. Pero el terreno que pisa Stone es tan resbaladizo que cabe sospechar que utiliza en su provecho el cretinismo y la violencia mientras parece denunciarlos.
¿Glorificar a los asesinos para que el espectador se asuste de ver su gusto por el morbo llevado al extremo? ¿Ofrecer para ello un sádico festival de sexo y violencia en el que las personas normales son mucho menos atractivas que los criminales? ¿Resulta aceptable esta pedagogía? Más aún: ¿la va a entender el público? Si a la salida de un cine el director hiciera una encuesta, quizá se encontrara con afirmaciones como la de un seguidor del programa de Gale: «Si yo fuera un asesino sistemático, querría ser como Mickey y Mallory». La ironía sobre los sucesos sangrientos como espectáculo televisivo, servida a través de un humor macabro y degenerado, desemboca en un callejón sin salida. ¿Qué debemos hacer? Stone no contesta.
El talento narrativo no basta. Si se haceun ejercicio de denuncia tan arriesgado, tan equívoco, hay que ofrecer alguna solución. Y los responsables de este film no la dan. Quizá no la conocen. Pero otras personas podrían pensar que no la hay. Y de aquí al todo vale sólo hay un paso. Se puede decir, citando cierto pasaje del film, que Stone indica dónde está el demonio y su carretera. Pero le falta mostrar el camino al paraíso.
José María Aresté