Una película “como las de antes”. De larga duración, con trama “bigger than life”, en un marco de proporciones épicas, y contenedora de una apasionada historia romántica. El australiano Baz Luhrmann aparca las aproximaciones “modernillas” de su “Trilogía del telón rojo” (El amor está en el aire, Romeo y Julieta, Moulin Rouge) y entrega un canto de amor a su país, con asumido clasicismo, y los referentes de Lo que el viento se llevó, Memorias de África, Titanic y, en general, todo el cine de David Lean.
Sarah Ashley, una aristócrata inglesa, acude a Australia a reunirse con su marido, que está negociando la venta de una explotación ganadera. Dama de fuerte carácter, pero a la que la vida ofrece pocos alicientes, deberá afrontar su inesperada viudez, y la aventura de transportar sus 1.500 reses a Darwin, para venderlas al ejército, necesitado de aprovisionamientos por la Segunda Guerra Mundial. Le ayudará en la empresa Drover (el Arriero), tosco profesional, con el que surgirá la chispa del enamoramiento.
Esta primera parte del film funciona muy bien, como un western bien engrasado, con pinceladas melodramáticas y humorísticas: se perfilan los personajes; hay escenas memorables como la de la estampida; se introduce la cuestión de los aborígenes, su espiritualidad y la llamada “generación robada”, el confinamiento de los mestizos por orden del Estado. El remate de este tramo, el baile y la proyección en un cine de El mago de Oz -motivo recurrente para hablar de la añoranza del hogar y de los sueños que se hacen realidad- es perfecto.
Luego, como suele ocurrir en estas películas-río, se cambia el paso. Y Luhrmann lo hace con brusquedad. Se dibujan entonces las discrepancias que surgen en la pareja protagonista en torno a cómo debería ser educado el huérfano Nullah, peripecia que discurre con el telón de fondo del poco conocido bombardeo japonés a Darwin, comparable al sufrido por los americanos en Pearl Harbor. Aunque de nuevo la grandiosidad de lo que vemos en pantalla resulta apabullante, se pierde algo en lógica narrativa y de evolución de los personajes. Hay un énfasis excesivo en los momentos culminantes, cuando hay vidas en riesgo o se producen los felices reencuentros, a pesar del inteligente uso de la partitura musical de David Hirschfelder. Aunque logra un film notable y de éxito seguro, pesa demasiado a Luhrmann la conciencia de estar manejando algo muy grande, que debe transmitir emociones auténticas, lo que le dificulta que éstas surjan sin ser forzadas.