El tercer largometraje del estudio de animación irlandés Cartoon Saloon es una gran película. No resulta tan deslumbrante en su estética como El secreto del libro de Kells y La canción del mar, porque la historia no está concebida para encantar al público con los recursos habituales de un relato animado convencional que versiona cuentos y leyendas de la cultura celta.
El pan de la guerra cuenta una historia durísima, la de una región que no solo ha sufrido innumerables guerras a lo largo de su historia sino que se encuentra atrapada en un bucle infernal. Afganistán no tiene nada, absolutamente nada de paradisiaco. Inmensos cultivos de opio, señores de la guerra que viven del contrabando, campos de entrenamiento de terroristas fanáticos, generaciones de hombres acostumbrados a no trabajar y a pasar la vida en teterías mientras las mujeres sacan adelante el hogar. Militares, médicos, ingenieros que han construido escuelas y hospitales, cuentan que lo más duro es comprobar que todo sigue exactamente igual cuando se van y también cuando regresan años después. En ese estancamiento miserable, las mujeres afganas se llevan la peor parte.
En Kabul vive Parvana, una soñadora niña de 11 años, hija de un maestro y de una escritora. Estamos en 2001 y los talibanes han impuesto su ley con una severidad que hace que nadie –ni siquiera ellos mismos– pueda llevar una vida pacífica y feliz. Ustedes pensarán que la película es tristísima y que ir al cine para sufrir es puro masoquismo.
Pero el cine es la vida, y el animado puede contar una historia así con una belleza y una sensibilidad extraordinarias que despierten el interés por la verdad como camino para la bondad. La directora Nora Twomey trabaja sobre el guion de Anita Doron, que adapta la novela para niños mayores de Deborah Ellis, y lo hace con una imaginería que ya tiene experimentada en las dos películas anteriores. Aquí la visión femenina sobre tres mujeres de distintas edades (la madre entre los 40 y los 50, la hija mayor soltera de 25 años y la pequeña de 11) expresa de manera muy hábil el drama de un país que al poco tiempo iba a ser atacado por Estados Unidos y sus aliados, que habían apoyado a los talibanes para echar a los rusos.
La animación y la música de los hermanos Danna son excelentes. El manejo de la línea, el color y la forma sigue siendo deslumbrante. Los elementos de repetición son obligados (el barrio donde va y viene Parvana) porque Kabul no es Disneyworld. Pero lo que más asombra es el tono del relato, la manera de retratar la bondad, dejando espacio al espectador para que se haga cargo de la situación sin abrumarle. Obviamente, no es una película para niños menores de 14 años. La decisión de no embellecer el relato por la vía fácil y de darle un final realista indican una valentía extraordinaria, un talento narrativo excepcional.