Desde hace años, diversos directores, sobre todo norteamericanos, han intentado actualizar el idealismo amable de Frank Capra, autor de obras maestras como ¡Qué bello es vivir!, Sucedió una noche o Vive como quieras. Esta recuperación está siendo muy irregular; pero ha aportado al cine contemporáneo unos cuantos títulos estimables, como Mientras dormías, Héroe por accidente, Atrapado en el tiempo, El gran salto, Smoke, Yo y yo misma o Family Man. Ahora hay que añadir a la lista Cadena de favores, un emotivo melodrama con el que Mimi Leder (El pacificador, Deep Impact) da un giro notable a su discreta carrera como directora.
El guión de Leslie Dixon adapta una novela de la norteamericana Catherine Ryan Hyde, inspirada a su vez en una serie de hechos singulares que vivió la propia escritora. En un tugurio de Las Vegas, Trevor, de 12 años, malvive con su madre alcohólica, a la que su marido abandonó hace tiempo. Incitado por un carismático profesor -cuyo rostro quemado revela un trágico pasado-, el chaval inventa una singular iniciativa para cambiar el mundo: hará tres favores a otras tantas personas; cada una de ellas hará otros tres favores; y así hasta el infinito. Esta cadena de favores tendrá consecuencias insospechadas, sobre todo en las personas que rodean al propio Trevor.
«La vida real no es así -dirán algunos-; la trama es demasiado utópica y manipula los sentimientos». Los que así piensen olvidan quizá que toda película manipula de algún modo los sentimientos, y que ésta en concreto no es un documental realista, sino un cuento sobre la capacidad de contagio de la bondad humana. Una fábula, pues, aunque curiosamente inspirada en hechos tan reales que han impulsado la creación de diversas fundaciones e iniciativas sociales en Estados Unidos.
Esta perspectiva no disculpa varias secuencias groseras -introducidas quizá para rebajar el tono idealista de la película- ni ciertos excesos sensibleros, sobre todo en el desmesurado desenlace. Sin embargo, permite valorar en sus justos términos la bella apología de la solidaridad cotidiana que articulan el guión y la realización, resueltos con fluidez narrativa y vigor dramático gracias sobre todo a las portentosas interpretaciones del trío protagonista, y especialmente de Haley Joel Osment, el niño de El sexto sentido, que vuelve a demostrar su talento.
Por lo demás, Mimi Leder saca partido emocional a la fotografía de Oliver Stapleton y a la música del veterano Thomas Newman, ambas excelentes. Pero es quizá esa primacía que da a los trabajos interpretativos el principal acierto de la directora norteamericana. Si en sus anteriores películas Leder mareaba frenéticamente al espectador, aquí ha descubierto lo que sabían muy bien los grandes cineastas clásicos: que a menudo compensa anclar la cámara al suelo para dar tiempo a que la vida -soledades, ilusiones, tragedias, alegrías, amores, odios, arranques de bondad…- pase por delante de ella y quede grabada para siempre en el celuloide.