Estados Unidos, 1931. Depresión económica y Ley Seca. En Rock Island, cerca de Chicago, domina la mafia irlandesa, liderada por John Rooney (Paul Newman). Michael Sullivan (Tom Hanks) es su hombre de confianza; de hecho, John le considera como a un hijo, máxime cuando su propio hijo, Connor, carece de su inteligencia, lealtad y carácter. Una noche, el hijo mayor de Sullivan descubre que su padre es un asesino: le ve matar a varios hombres para defender a Connor. Éste, que no quiere dejar testigos, intentará eliminar a la familia Sullivan.
En principio, esta versión de un cómic de 1998 es otra lineal historia de gangsters. Y sin embargo, lo que cuenta Sam Mendes (American Beauty) no es nada corriente: solo se ve funcionar una vez a la famosa metralleta de Tom Hanks, la mayoría de los tiroteos tienen lugar fuera de campo… En realidad, Camino a la perdición relata un viaje iniciático hacia la salvación en el que un padre y su hijo se conocen y reordenan sus vidas. Y trata también del drama de dos hombres que se aprecian, obligados a enfrentarse para salvar a sus propios hijos.
La película roza la perfección formal, sobre todo en su cuidadísima ambientación, que nunca da sensación de artificiosidad. También destacan la lujosa fotografía de Conrad L. Hall –en la que priman los tonos apagados– y una esmerada planificación, que permite numerosas secuencias antológicas. Y, por encima de todo, unas interpretaciones magníficas de todo el reparto. Frente a la imponente presencia de Paul Newman, Tom Hanks ofrece un inagotable repertorio de registros. Y también están espléndidos los demás actores. Camino a la perdición es, en fin, una gran película, también por la humanidad de sus personajes y emociones, que suaviza su opresiva y parcial visión del catolicismo.