Tras una temporada de vacas flacas, han resurgido con fuerza las biografías fílmicas, las biopics, como se denominan en el argot cinematográfico. Una de las más destacadas es esta semblanza de Charles Chaplin, basada en su propia autobiografía y en el ensayo clásico de David Robinson.
Como ya hiciera en El joven Winston, Gandhi o Grita libertad, Sir Richard Attenborough dirige con gran eficacia un magnífico equipo técnico y un grupo de grandes actores, para conseguir una esmerada película-río, algo academicista, pero en la más clásica tradición del cine británico. Sorprende la capacidad y el buen oficio de este actor y director inglés ya septuagenario. Todo en el film está cuidado al máximo: desde la ambientación -magnífico el trabajo de Stuart Craig- hasta el tono melancólico de la fotografía de Sven Nykvist. Aunque, sin duda, lo mejor de la película es la dificilísima caracterización de Chaplin, a cargo del joven Robert Downey Jr., candidato con total justicia al Oscar al mejor actor.
El guión -casi sin fisuras- lo firman tres veteranos: el novelista británico William Boyd, el también escritor -además de guionista y director- Bryan Forbes y William Goldman, considerado como uno de los mejores guionistas actuales. Los tres llevan a cabo un auténtico tour de force para conseguir tratar en dos horas y media todas las virtudes y las miserias de la compleja personalidad del creador de Charlot. Así, desfilan por la pantalla su difícil infancia, su papel en el nacimiento de Hollywood, sus tormentosas relaciones sentimentales, su compromiso político radical -que le enfrentó durante años con el FBI- y, sobre todo, la soledad y entrega, incluso hasta la deshumanización, de su trabajo como artista… Todo ello hilvanado a través de una supuesta entrevista entre un envejecido Chaplin y el editor de su autobiografía, interpretado por Anthony Hopkins.
La película mira la vida de Chaplin con un realismo objetivo, a pesar de su tono hagiográfico. Aunque todas las aristas quedan suavizadas con la gran carga de humanidad que pone Attenborough y por el encendido homenaje que hace al Séptimo Arte, que permite disfrutar de unos cuantos gags divertidos, al más puro estilo del cine mudo.
Sin embargo, la película deja más bien un poso de amargura: la que se desprende de la íntima tristeza de un ser impetuoso, que se dejó llevar por sus pasiones y que sacrificó sus sucesivos matrimonios en aras de su trabajo, a través del cual se convirtió, paradójicamente, en el cómico más genial del cine. En todo caso, tiene hondura y atractivo su retrato, aunque no sea muy edificante. Sólo enturbian el tono elegante del film varias secuencias eróticas, sorprendentes en un cineasta como Attenborough, radical convencido, pero que siempre ha manifestado su repulsa contra la pornografía en el cine.
Jerónimo José Martín