Adaptación al cine de la novela homónima de Stephenie Meyer, americana mormona de 34 años, licenciada en literatura inglesa por la Universidad Brigham Young. La saga, compuesta por cuatro novelas que cuentan el romance imposible entre Bella, una joven patosa, y Edward, un vampiro, lleva más de 17 millones de ejemplares vendidos y se ha convertido en una especie de fenómeno entre los adolescentes, chicas sobre todo, un público al que le resulta difícil leer y que, sin embargo, ha devorado -nunca mejor dicho- estos libros que tienen una media de 600 páginas.
Aunque la novela es floja, había material y espectadores suficientes para hacer una película de rápido y amplio consumo -ha ganado 70 millones de dólares en USA el primer fin de semana y lleva dos semanas como nº 1 en taquilla- y eso es lo que ha hecho Catherine Hardwicke: trasladar el popular bestseller a la pantalla lo mejor que ha podido y con la mayor fidelidad al texto. Hardwicke ya se había acercado al universo adolescente en dos de sus películas (las traumáticas Thirteen y Los amos de Dogtown) con buena fortuna. El problema de su nueva película es que lo que en la novela funciona más o menos -la mezcla de romanticismo, terror e historia de maduración- en la película chirría.
Da la sensación de que Hardwicke se ha encontrado con serios problemas al trasladar el libro a la pantalla. Se percibe en el modo artificioso de incorporar los innumerables pensamientos de Bella; y también, en la caracterización de Edward, que en la novela es un personaje sumamente atractivo y en la película da grima.
A la vista de esos problemas, Hardwicke tira por la calle de en medio, rodando una película convencional y plana en su realización, que se deja ver y que no enfadará demasiado a los fans de la saga. Quizás lo que más echen de menos los lectores sea una mayor caracterización de los personajes. Y es que la película nace con vocación de trilogía -de hecho, los actores han firmado un contrato para tres películas- y ese factor se nota negativamente. Por otra parte, el humor, presente en la novela, es casi inexistente en la película. Hardwicke hace hincapié en un tono sensual -a ratos malsano, porque la confusión entre el deseo de la sangre y el deseo sexual es constante- que, más que en Crepúsculo, aparece en las novelas posteriores.