Director: Yasujiro Ozu. Guión: Yasujiro Ozu y Kôgo Noda. Intérpretes: Chishu Ryu, Chieko Higashiyama, Setsuko Hara, Haruko Sugimura. Jóvenes. 136 min.
El centenario de uno de los grandes de la historia del cine, el japonés Yasujiro Ozu (1903-1963) ha propiciado el reestreno en Barcelona y Madrid de dos de sus obras más reconocidas, Cuentos de Tokio (1953) y Buenos días (1958), la primera en blanco y negro y la segunda en color. Cuentos de Tokio narra el viaje de ida y vuelta de un matrimonio mayor desde su casa hasta Tokio, donde viven dos hijos casados y una nuera viuda.
La sencillez y cotidianidad de esta película circular es compatible con una gran hondura en el retrato, afectuoso y compasivo, de unos personajes que conforman un fresco vivo y variado del Japón de la posguerra; de los cambios que se van introduciendo en la educación, los modelos de conducta, las relaciones padres-hijos, el equilibro vida laboral-vida familiar.
Ozu no caricaturiza, prescinde de discursos artificiosos y hace gala de una mirada extraordinariamente caritativa sobre las grandezas y miserias humanas. Una mirada que ha seducido e inspirado la obra de otros grandes cineastas, como Aki Kaurismäki y Wim Wenders. De la mano de Kôgo Noda, su fiel amigo y guionista, Ozu despliega una desbordante capacidad para abordar temas de gran calado con una absoluta falta de afectación, que es, si cabe, más llamativa cuando se repara en la belleza poética de sus películas, rodadas con precisión, con una cámara a tiempo contemplativo, anclada humildemente a la altura del tatami para que el espectador pueda introducirse en las modestas viviendas como un personaje más, nunca como un mirón displicente o esteticista.
Las memorables interpretaciones de Cuentos de Tokio son un placer poco frecuente. Por eso es una de las películas más grandes desde que el mundo es cine, y constituye una oportunidad para que el espectador occidental se acerque a la idiosincrasia de un pueblo que, antes de los furores globalizadores, reconoció a Ozu como el artista que mejor había captado sus esencias.
Alberto Fijo