Kirsten Johnson es una veterana documentalista que, ante el progresivo deterioro de su padre, decide rodar con él una película. A pesar de que Kirsten le propone a su padre que el tema de la película sea su propia muerte, él acepta. En la trastienda, la muerte de la madre siete años antes como consecuencia de un alzhéimer y el deseo de mantener la memoria de lo importante.
El documental comienza como un juego algo tétrico. La cineasta ensaya las posibles muertes de su padre: unas más cotidianas otras más accidentales, le mete en una tumba, ensaya con él su funeral, entonan los cantos en la iglesia… Todo parece una broma en el límite del gusto hasta que, a medida que avanza el metraje, vamos conociendo la propuesta real del documental, mucho más interesante de lo que se muestra al principio.
Si todos tenemos que morirnos, si preparamos la boda o pasamos semanas elaborando discursos para un acto de graduación, ¿por qué no preparar también este momento tan definitivo, un momento que sabemos a ciencia cierta que vamos a vivir?
A través de las escenas cotidianas del protagonista, un psiquiatra octogenario de indudable valía humana y buen carácter, descubrimos que, en la antesala de la muerte, lo importante no son los logros profesionales, ni el éxito social, sino los “amores” que hayas conseguido atesorar y, muy en concreto, el amor a la familia. La ternura de la hija con su padre y de los nietos con el abuelo son la clave para entender la aceptación del paso del tiempo, de la falta de fuerzas físicas, de la pérdida de memoria… Todo se recibe con realismo, con cierta nostalgia, pero sin dramatismos, incluso con una cierta alegría. Las creencias religiosas de la familia ayudan claramente a afrontar de esta forma el trance.
En definitiva, un documental algo extraño, quizás minoritario pero muy suculento tanto en el modo de narrar la historia como en su hondo planteamiento antropológico.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta