En 1952, el cineasta japonés Akira Kurosawa culminaba su obra maestra Vivir (Ikiru) con el antológico velatorio del protagonista, durante el que se redondeaba su apasionante historia de redención y solidaridad. Ahora, su compatriota Yojiro Takita (Batería, La sangre en los ojos, La última espada) completa aquella luminosa visión de la vida y de la muerte en Despedidas, con la que ha ganado los principales premios de la Academia de Cine Japonesa y el Oscar 2008 a la mejor película en lengua no inglesa.
El guión sigue los pasos de Daigo Kobayashi, un joven violonchelista de Tokio, que abandona la música cuando disuelven la orquesta en que trabaja. Tras hablarlo con su cariñosa esposa, Mika, ambos vuelven a la pequeña ciudad natal de él, Hirano, en Yamagata. Daigo lee en un periódico un anuncio en el que se ofrece empleo en una empresa de despedidas. Cuando acude no encuentra lo que esperaba: se trata de una pequeña funeraria que dirige Sasaki, un hombre a punto de jubilarse que amortaja esmeradamente a los difuntos.
Como tantas películas japonesas, a ratos Despedidas incluye fragmentos llamativamente cómicos, que pueden desconcertar al espectador poco avezado. Incluso, roza lo grotesco al afrontar la transexualidad de uno de los embalsamados. Sin embargo, poco a poco se va imponiendo ese tono entrañable, amable y profundo que siempre ha caracterizado a los grandes maestros del cine japonés, y que también enriquecía la reciente Still Walking (Caminando), de Hirokazu Koreeda. De este modo, con un pudor y una delicadeza cautivadores, Takita va desvelando facetas insospechadas de la dignidad del ser humano, también de su cuerpo muerto, mostrando de paso el gran peligro que supone el individualismo materialista y hedonista para la unidad de la familia y para el bien común. Lógicamente, en este proceso emerge de un modo natural una visión trascendente del ser humano, expresamente abierta a todas las religiones -también a la cristiana- y en la que, desde luego, su vida no acaba con la muerte.
Todo eso lo traduce en imágenes Takita a través de una poética puesta en escena, serena y densa, moderna y clásica a la vez, en la que las emociones crecen hasta la lágrima y la conmoción interior gracias sobre todo a la veracidad de todos los actores y a la preciosa banda sonora de Joe Hisaishi, tan magistral como las que compone para las maravillas animadas de Hayao Miyazaki. En fin, otra gran película japonesa, reveladora del resurgir de una gran cinematografía que llevaba demasiados años destacando sólo en los dibujos animados.