(Actualizado el 25-02-2013)
Desde que Quentin Tarantino saltara a la palestra con Reservoir Dogs y Pulp Fiction hace veinte años, se ha consolidado como un auténtico autor, algo que seguramente estaba muy lejos de sus planes a principios de los noventa. Su referente personal era la cultura popular de la que se había empapado desde pequeño: cómics, TV movies y las películas de Kung Fu que echaban en el cine de barrio en horas de colegio.
Pero lo más interesante es que cuando él ha tratado de emular en su cine los géneros de su adolescencia, no ha rodado meros homenajes, sino que ha hecho algo diferente, original, atribuible a un nuevo sello autoral: la marca Tarantino. En el caso que nos ocupa, el cineasta de Tennessee quería ofrecer su personal tributo al spaghetti western, y consigue una película que da mil vueltas a la mayoría de las de aquel subgénero.
En 1966 Sergio Corbucci estrenó Django, un spaghetti western protagonizado por Franco Nero, al que daba la réplica José Bódalo. El Ku Klux Klan tenía un gran protagonismo en el film. Tarantino homenajea directamente a esta película, desde el título mismo, el diseño de los rótulos de crédito, la presencia de Franco Nero y la irrupción del Ku Klux Klan, entre otros muchos elementos estéticos.
El argumento arranca en Texas en 1858, y se centra en un cazarrecompensas, el Dr. King Schultz (Christoph Waltz), que libera a un esclavo negro, Django (Jamie Foxx) para que le ayude a detener a unos forajidos. A cambio le promete colaboración para encontrar a su mujer, también esclava, que trabaja en la hacienda del magnate Clavin Candie (Leonardo DiCaprio).
La Academia de Hollywood ha concedido a Django dos Oscar: al guion original de Tarantino y al mejor actor de reparto, Christoph Waltz. En ambos casos, es la segunda vez que ganan en las mismas categorías: Tarantino fue premiado en 1995 por el guion de Pulp Fiction, y Waltz, en 2010 por Malditos bastardos, de Tarantino precisamente.
La historia en sí tiene fuerza, ya que muestra a dos hombres capaces del mayor sacrificio en aras uno del amor y otro de la amistad. Pero la seriedad dramática de este planteamiento está tejida con hilos de comedia inteligente y con la pasión de Tarantino por matar a sus personajes de la forma más pirotécnica y cromática posible. El resultado es un cóctel que obliga al espectador a reírse, a emocionarse, a sufrir… Al final queda la sensación de haber visto una película entretenida en el sentido más amplio de la palabra, fiel a su origen popular y poco intelectual, pero inteligente y llena de buen cine. Una película absolutamente tarantiniana.