Esta película recrea la odisea del comerciante italiano Giorgio Perlasca, tal y como la relata el periodista Enrico Deaglio en su excelente libro La banalidad del bien. Profundamente católico y anticomunista, Perlasca ayudó en 1944 al embajador español en Budapest, Ángel Sanz Briz, que había refugiado en las casas dependientes de su embajada a 5.200 judíos, perseguidos por los nazis y el filofascista gobierno húngaro. Cuando el embajador y su séquito se trasladaron a Suiza, Perlasca se hizo pasar por el cónsul español y siguió liberando judíos hasta la retirada alemana.
La RAI ha convertido este excelente material en una película de esmerada ambientación, con un reparto desconocido pero eficaz y una excelente banda sonora del maestro Morricone. Sólo desentona la realización de Negrin, más bien plana y demasiado deudora de los subrayados musicales. En todo caso, la película ofrece un luminoso enfoque de la heroica actitud de tantos católicos ante el racismo nazi, similar a la que mantuvieron otros ante la brutal persecución religiosa durante la guerra civil española.
Sólo desde esta perspectiva se comprende el razonamiento de Perlasca, que luchó en España como voluntario italiano en el ejército de Franco: «Viendo a miles de personas a punto de ser exterminadas por odio racial y religioso, y teniendo la posibilidad de hacer algo por ellos, confié en que el gobierno español no me delataría, ya que ellos también eran contrarios a la actuación abominable de los nazis».
A pesar de sus defectos, El cónsul Perlasca es un impresionante testimonio, que confirma aquel pensamiento de Deaglio en su libro: «También en la niebla más impenetrable existe –porque es propio del género humano– una tentación irreductible, indecible, fabulosa, hacia la banalidad del bien».