Walter Black (Mel Gibson) es un prestigioso ejecutivo de la industria del juguete, felizmente casado con Meredith (Jodie Foster) y cariñoso padre de dos hijos. Pero de pronto cae en una grave depresión, que los médicos no saben cómo curar. Hasta que un día, ya separado de su familia, Walter encuentra en un cubo de basura un muñeco con forma de castor, a través del que logra por fin expresar sus sentimientos. A partir de ese momento, la vida de Walter mejora de forma radical, aunque padece una inquietante dependencia del títere, que parece tener vida propia.
Tras El pequeño Tate y A casa por vacaciones, la actriz Jodie Foster da continuidad a su carrera como directora con otro singular drama intimista, a través del que exalta el cariño familiar como el gran remedio contra la epidemia de individualismo e incomunicación que padece el mundo actual. En este sentido, tiene especial interés la subtrama del hijo adolescente de Walter, que no acaba de valorar los esfuerzos de su padre por superar su enfermedad. Y enriquecen esa reflexión principal apuntes certeros –a veces, dramáticos; otras, sarcásticos e incluso surrealistas– sobre las predisposiciones genéticas, las modas culturales, los medios de comunicación, la humildad, la necesidad de dejarse ayudar…
Esta arriesgada propuesta de Foster resulta verosímil gracias al excelente trabajo de todo el reparto, y especialmente de Mel Gibson, que vuelve a demostrar que es uno de los actores más versátiles y matizados, incluso en papeles como este, de alto voltaje emocional y con ciertos elementos autobiográficos, que seguramente le han pesado en su interpretación. Por lo demás, la puesta en escena es un poco fría y convencional, pero acertada porque está al servicio de la evolución dramática de los personajes.