Director: Manoel de Oliveira. Intérpretes: Catherine Deneuve, John Malkovich, Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira.
Presentada en la sección oficial del Festival de Cannes 1995, no obtuvo, como era de esperar -ni Oliveira lo ha pretendido-, la acogida fácil del gran público. Es, como todas las suyas, obra de autor, y de un maestro del cine.
El profesor norteamericano Michael Padovic (John Malkovich) llega a Lisboa desde París, donde vive con su mujer, Hélène (Catherine Deneuve), para investigar sobre el origen español, y no inglés, de Shakespeare. Son instalados en el antiguo y vacío convento de Arrabida, en cuyos archivos espera encontrar los documentos probativos de su tesis. El guarda del convento, Baltar (Luis Miguel Cintra), como un distinto Mefistófeles, se enamora de Hélène, y distrae al marido ofreciéndole la ayuda de la nueva bibliotecaria Piedade (Leonor Silveira). Hélène, advirtiendo su poder ante Baltar, y celosa de la joven Piedade -¿Margarita quizá?- y de la obsesiva ocupación de su marido -como otro Fausto- por los libros, consigue, emulando a su ascendiente la bella Helena de Troya, engañar a Baltar y, con medios mágicos, el triunfo: el amor.
Quizá la historia no sea exactamente así, pues el planteamiento del director Oliveira, basado en una idea de Agustina Bessa-Luís -en Valle Abraham (ver servicio 110/94) lo hizo sobre un texto de esta escritora-, es necesariamente críptico, enigmático, y cabe seguir el argumento con otras variantes de sentido. No tiene un tono trágico ni de terror, sino de misterio lírico y hasta de humor leve. El encanto de esta película está en el clima, en la simbología, en ese enredo de corte clásico que se da entre los personajes, en la plástica fílmica de sus escenas, en la sugerencia de la sola imagen, casi muda, deleitándose en sí misma… En una lentitud, tan característica en él, contemplativa.
Ahí están quizá el Bien, Dios, y el mal acechando sobre un hombre y una mujer; la pureza y la sabiduría perdidas, la fe ausente y anhelada, el amor recobrado…, y ahí está la mano maestra del anciano Oliveira, que, con la seguridad del artista, con economía de medios, más, con austeridad -hasta de palabras o de interpretación-, juega, y construye una fábula hermosa, llena de sugerencias.
No es de extrañar -repito- que ni arrebate a los buscadores de explosiones, incendios, tiros y sexo urgente, ni que no se atasquen las entradas a los cines por ver lo último de Manoel de Oliveira, que sigue haciendo, hasta con insultante independencia, lo que quiere, libremente, aburra o no, mucho o poco. Pero lo que hace es cine, con enorme honradez.
Pedro Antonio Urbina