En cuanto a géneros, el argentino Juan José Campanella es un director que evita a toda costa encasillarse. Ha transitado con bastante éxito por el cine negro (El secreto de sus ojos), la comedia romántica (El mismo amor, la misma lluvia), el drama (El hijo de la novia, Luna de Avellaneda), el cine de animación (Futbolín), y en su última película (El cuento de las comadrejas) se adentra en el terreno de la fábula moral para hablar de la vejez.
Reivindicar a los viejos: ese parece el propósito de la cinta. Pero no imaginemos abuelitos amables rezumando bondad y afecto universales. Aquí se ensalza al viejo bicho, inteligente y ruinoso, decrépito, con su buena dosis de miseria personal; al tipo en el que quizá podemos llegar a convertirnos.
Campanella obliga al espectador a mirar hacia el futuro próximo –El cuento de las comadrejas gustará más a quien haya traspasado la cincuentena–, a imaginarse lo que está por llegar y a sumergirse a lo largo de 126 minutos en la desagradable visión de la propia decadencia.
Lo bueno de esa cruel experiencia es que, según el director argentino, la vejez tiene sus alicientes. En un tono sarcástico y divertido, con un guion lleno de frases ácidamente redondas, Campanella desgrana lo que queda cuando parece que ya no queda nada.
Queda la amistad y la camaradería, y ahí está la primera moraleja de la fábula: la importancia de conservar a los amigos que nos han acompañado. Queda la capacidad de comprensión y la magnanimidad de la que carecen los jóvenes. Queda la libertad, la frescura, el atreverse del que ya no tiene nada que perder, y quedan finalmente las cosas que se han aprendido gracias a los fracasos del camino.