Mi tío, de Jacques Tati, es una de las películas más sorprendentes que recuerdo. Hay en esa obra maestra una mirada sobre el ser humano y sobre el mundo, siempre debatiéndose entre las ventajas y los inconvenientes de la modernidad y la tradición, que muy comprensiblemente ha hechizado a generaciones de espectadores.
El ilusionista pone en dibujo animado un guión inédito de Tati escrito en 1956. La historia es aparentemente sencilla, como todo el cine de Tati, pero tiene mucha enjundia. Sylvain Chomet (Bienvenidos a Belleville) ha sabido leer la lírica del maestro, un enamorado del cine de Buster Keaton, que no necesita diálogos para contar historias de una intensidad arrolladora, sino solo hacer con el espectador un pacto de ingenuidad. Y es que para amar Las vacaciones de monsieur Hulot (1953) o Play Time (1967) hay que quitarse de encima la superestructura y volver a ser un niño curioso.
El ilusionista es una historia protagonizada por el propio Tati, no por su personaje, aunque Tati sea irremediablemente monsieur Hulot. Y es ese dato el que proporciona un toque trágico, aunque nunca desoladoramente amargo, a esta remembranza de los comienzos de Tati en el mundo del espectáculo como mimo, gimnasta y payaso.
Chomet no solo acierta en el diseño de personajes sino en el tempo, en el espíritu de esa historia de amistad entre el viejo cómico de vuelta y la jovencita de ida. La película, bellamente ilustrada, tiene el humor, la poesía, el reproche en voz baja y en tono sereno de Tati, un hombre enamorado de la vida y del cine.
Una consideración final: el cine de Tati es muy humano y necesita personas que lo interpreten. En dibujo animado pierde mucho. Baste el ejemplo iluminador de la memorable señora Arpel de Mi tío.