Una cosa es el mito y otra la mitomanía. Un director puede tener un estilo muy reconocible y abandonarse a un esteticismo cansino, abonado por legiones de admiradores con los ojos en blanco que aplauden de manera incondicional todo lo que hace. Ahora, es justo y ecuánime reconocer que Martin Scorsese, a sus 77 años, entrega una película monumental, una obra maestra incontestable, en la que se reúne lo mejor de su arte como narrador y se evitan algunos de los defectos que han irritado a bastantes espectadores y a unos pocos críticos entre los que me cuento, que no hemos tragado con el barroquismo complaciente y frívolo con el que Scorsese ha retratado audiovisualmente la violencia criminal en bastantes de sus películas.
Con un presupuesto de 150 millones de euros (cerca de los 200 millones, si se incluye la campaña de promoción) que ha pagado Netflix, El irlandés es un fresco impresionante del crimen organizado en Estados Unidos durante los años 60 y 70 del siglo pasado. El guion soberano de Zaillian (Moneyball, La lista de Schindler, En busca de Bobby Fischer) adapta un libro de Charles Brandt titulado I Heard You Paint Houses, publicado en 2004, que recoge las memorias de un gánster anciano muy relacionado con Jimmy Hoffa, el todopoderoso presidente del Sindicato de Transportistas, que desapareció misteriosamente en 1975, con la sospecha de que fue asesinado por la mafia.
Con un trabajo fotográfico admirable del mexicano Rodrigo Prieto y un montaje milimétrico de Thelma Schoonmaker, asidua colaboradora del director, las más de tres horas de metraje son un ejercicio dramático de una maestría apabullante. Scorsese ya había hecho algo similar en la grandiosa Silencio. Uno de los barbudos formados en la Universidad de Nueva York, miembros de la primera generación de directores “académicos y cinéfagos”, nos sorprende al mirar, con sabiduría dramática y un sentido moral infrecuente en su filmografía, una historia en la que la empatía con los personajes es prácticamente imposible.
No hay esas coreografías de la violencia estilizada tan frecuentes en películas tan notables como Uno de los nuestros, Casino y Toro Salvaje. El asesinato es cutre, rastrero, infame, repulsivo. Scorsese contiene su histrionismo expresionista, contiene a sus actores, contiene la música (admirable, porque Scorsese es un melómano incontenible): pone todo su talento audiovisual al servicio de la historia, con una ética de la representación que le lleva a unos fuera de campo que no le conocíamos hasta ahora.
La voz en off, la rotulación informativa y trágica, la fragmentación temporal, la manera de crear conflictos de relación son memorables. El encaje entre familia y trabajo, el precio que pagan los criminales por el dinero manchado de sangre con el que sostienen a sus familias, están retratados de una forma conmovedora. No hay ese vedettismo irritante del “mira qué brillante soy, cómo manejo la steady o cómo reencuadro o cómo hago formas de paso creativas” que ha sido tan frecuente en el cine de Scorsese. No comparto ese lugar común de que Scorsese se entrega a los “homenajes” a su propia obra. Todo lo contrario: si hay recursos usados anteriormente, no hay autocomplacencia ombliguista.
Hay planos secuencia inolvidables, secuencias de una gran perfección (la noticia de la muerte de Kennedy, la cena homenaje, los ataques a los taxis, el crimen en la barbería, la confesión, el plano final) que se ponen al servicio de una historia estremecedora, con un altísimo nivel de escritura de diálogo: casi nunca Scorsese había encontrado un tempo de diálogo tan preciso. Me decía un colega, el profesor Fuster, que los últimos 45 minutos de película serán estudiados con profundidad en las escuelas de cine y estoy muy de acuerdo. Pesci, De Niro y Pacino entregan algunos de los mejores personajes que han interpretado en el cine, con la dificultad de caracterización digital y de maquillaje que supone encarnarlos durante décadas.
A mi juicio, Netflix sigue acertando al producir y distribuir películas como esta. El cine del siglo XXI pasa por las plataformas. El cine está vivo y no se puede pretender distribuirlo con modelos rígidos e inamovibles.