Es ésta no sólo una película joya, sino lanza rota en favor, ¡al fin!, de nuestro teatro clásico… en verso; la actriz Alicia Hermida aleccionó a los intérpretes en su dicción. Y a fe, diría Lope, que me lo hicieron a maravilla: a poco del comienzo, el espectador entra en el verso como el modo más natural de decir El perro del hortelano, que ni comía ni dejaba comer. Y ésta es Diana, la condesa de Belflor, que enamorada de su secretario Teodoro, no se atreve, por escrúpulos sociales, a manifestarle su amor, pero tampoco le permite que corteje a su doncella Marcela.
Todo es elegancia cortesana de un inventado Milán del XVII, salvo una fugaz mirada por una ventana a un fresco jardín-harén, que no sé qué movió a la Miró a adobar ese pegotillo. Inventado el aire palatino por Lope, es reinventado ahora con un constante toque romántico en las imágenes, de una belleza de composición, colores y luces y formas deslumbrante: la fotografía de Javier Aguirresarobe, la música de José Nieto, el vestuario de Pedro Moreno, los decorados de Félix Murcia y los espacios naturales de Setúbal y Cintra cooperan así a la armonía artística completa, a la conjunción total con el magnífico texto de Lope.
Las actrices y actores, todos, parecen ser el mismo personaje que interpretan. Llenos de encanto, gracia, picardía y humor. La leve versión de Rafael Pérez Sierra y el respetuoso guión de Pilar Miró no han hecho sino favorecer a Lope, quitándole aquí y allá alguna pequeña rémora del tiempo. La dirección de Miró también ha servido a Lope de Vega, hasta el detalle, con aplomo, convicción y maestría, y con el seguro entusiasmo de estar transmitiendo a los espectadores de hoy una joya universal. Ojalá sea fecundo el ejemplo de Pilar Miró, su espléndida traducción creadora de lo clásico.
Pedro Antonio Urbina