Hacía mucho tiempo que Steven Spielberg no rodaba una buena película, o si se prefiere una película que se acercara a sus obras de mejor nivel. A mi juicio, estamos ante su obra más lograda desde Minority Report (2002). Spielberg recupera el ritmo narrativo con una sátira escrita por los hermanos Coen y Matt Charman sobre la guerra fría y el espionaje que cuenta con habilidad un caso real.
El diseño de producción es, como siempre, excelente, aunque Spielberg trabaja por primera vez con el ganador del Oscar Adam Stochhausen (El Gran Hotel Budapest): la recreación de la construcción del muro es sencillamente inolvidable y supone una nueva muestra de poderío del que es desde hace años uno de los productores y directores que realmente hace lo que quiere. La fotografía y el montaje de los habituales compañeros de viaje Janusz Kamiński y Michael Kahn hace que desde el primer minuto te sientas en territorio Spielberg.
El que no estaba y ha vuelto es Spielberg, el narrador que nos mantenía en el borde de la butaca durante dos horas. Las aventuras son las de James Donovan, un abogado experto en seguros, al que proponen la defensa de un espía ruso, detenido en Nueva York. La película construye un héroe muy propio del director, un buen profesional ya maduro, que tiene que cumplir un papel decisivo en un mundo que no es el suyo, con las armas que conoce. El ritmo pausado, la manera de evitar situaciones grandilocuentes y la tensión narrativa del tercer acto son excelentes. Hanks y Rylance se lucen en unos diálogos en los que la mano de los Coen se percibe con nitidez.
El retrato de la CIA es inteligente. Spielberg enfría todo lo que cuenta, lo simplifica, le quita barroquismo. Viene a decir que te puedes esperar cualquier cosa de la CIA, porque al final, lo que cuenta son las personas.
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