Director: Robert Redford. Intérpretes: Craig Sheffer, Brad Pitt, Emily Lloyd.
En esta su tercera película como director, Robert Redford retorna al tono introspectivo y al tema de las relaciones entre hermanos que ya tratara en Gente corriente. Y, a la vez, los enmarca en un ambiente naturalista, similar al descrito en Un lugar llamado Milagro, su segundo film tras la cámara.
La acción de El río de la vida se desarrolla entre 1910 y 1935 en un pueblo perdido en los bosques de Montana. Allí viven los hermanos Maclean, Norman (Craig Sheffer) y Paul (Brad Pitt), hijos de un cultivado y estricto pastor presbiteriano (Tom Skerrit). Cuatro coordenadas delimitan sus vidas: la familia, la religión, la dura lucha por ser alguien y la pesca con mosca. Norman, juicioso e introvertido, se enamorará de una sensible joven metodista (Emily Lloyd) y llegará a ser un prestigioso profesor de universidad. Mientras tanto, Paul triunfa como reportero en el periódico local, pero su heterodoxo modo de ser le llevará al borde del abismo.
El río de la vida se basa en la novela autobiográfica del propio Norman Maclean, convertida en guión por Richard Friedenberg. Se trata de un historia sencilla, llena de nostalgia hacia ciertos valores tradicionales norteamericanos. Su carácter intimista y bucólico lo traduce Redford en un ritmo apacible y sin estridencias -sólo desentona un breve pasaje grosero-, muy bien subrayado por la sugestiva banda sonora de Mark Isham, la fotografía preciosista de Philippe Rousselot y un cuidadísimo diseño de producción a cargo de Jon Hutman.
En este sentido, la película es agradable de ver, aunque a veces resulta demasiado premiosa. Se nota que Redford, aunque resuelve con brillantez cada secuencia -también algunas muy espectaculares-, aún no tiene cogida la medida del pulso narrativo. En todo caso, salva este leve defecto con su mejor recurso como realizador: una soberbia dirección de actores. Todo el reparto está magistral, especialmente los jóvenes Craig Sheffer y Brad Pitt, sobre los que recae el peso de la historia.
La hondura de esta buena gente se basa en una antropología que parte de una visión trascendente del hombre, con ribetes ecologistas. Parece clara la deuda de este planteamiento con los trascendentalistas americanos del XIX, al estilo de Henry David Thoreau. «En mi familia nunca ha habido una separación muy clara entre la religión y la pesca con mosca», dice Norman, ya anciano, al comienzo del film. Se trataría de mostrar «el lado natural del orden divino».
Este enfoque aporta unas cuantas reflexiones sugerentes -y sinceras- sobre la defensa de la naturaleza, las relaciones familiares y, en general, sobre la necesidad de comprender a los demás. Pero a la vez, muestra la debilidad de sus fundamentos. De hecho, en la película parece confundirse la auténtica espiritualidad con un sentimental ecologismo trascendente. «La naturaleza se ha convertido en mi religión», aseguraba el propio Robert Redford en una reciente entrevista.
Además, se señala cómo un desenfocado respeto hacia la libertad y la intimidad personales puede convertirse en un obstáculo insalvable a la hora de ayudar a los que más lo necesitan. Así se explica la antinomia que plantea la película de «amar totalmente a una persona sin entenderla totalmente» y, a la vez, ser incapaz de ayudarla en el momento crítico.
En realidad, el film muestra, junto a sus aciertos, las limitaciones del cristianismo presbiteriano que viven los protagonistas. Lo cual no deja de ser otro punto de interés, que se añade a la atractiva humanidad de la historia y a la exuberante belleza de sus imágenes.
Jerónimo José Martín