Verano de 1970. Una familia compuesta por la madre -escritora y actriz-, dos jovencitas recién salidas de la adolescencia, un hermano tímido, y el mayor, discapacitado físico y psíquico; se reúnen un verano en una aislado chalet junto al mar de Ibiza, mientras el padre, actor, interviene en una coproducción que se rueda en otro lugar de la isla.
Bajo la constante de la música de Eric Satie, se oyen muchas canciones de la época: Leonard Cohen, Bob Dylan, Neil Young, Janis Joplin… El sol y los paisajes de mar y pinos, los coloristas interiores retratados con calidad pictórica por Hans Burmann, el variado y alegre vestuario de Helena Sanchís son los más atractivos elementos de El tiempo de la felicidad, una felicidad desenfadada, despreocupadamente veraniega, hasta frívola. Todos los actores se desenvuelven con una naturalidad conmovedora y entrañable simpatía, así como los vecinos más o menos hippies que rondan a las chicas y la desvencijada hippy.
El tono de comedia festiva adquiere un sabor agridulce con la actitud agresiva del padre, que se da a la bebida, y con las graves (hay que suponerlas así) consecuencias. Los problemitas de los chicos y chicas son tratados como problemitas porque así lo ha querido el guión. Un guión hecho de breves cuadros o estampas que, confiando el peso de la historia en la interpretación -tan meritoria en Verónica Forqué, la madre, eje vital de la familia-, parece evitar como firme propósito cualquier desliz hacia la profundidad; evita meticulosamente también cualquier idea o convicción moral-religiosa de los 60 en España, lo que le hace caer en algunos anacronismos ridículos: una de las chicas cuenta escandalizada a la madre que su joven acompañante no cree en la reencarnación. «¿Cómo es eso de que no crees en la reencarnación?», le pregunta la solícita madre al chico. «¡Sí que creo! -responde éste-. Era por hacerla rabiar…». Y así, en otros tranquilos permisivismos maternos ante ciertos desafueros sexuales, que sitúan la película de pronto en los años 90.
Película muy grata y amable, con humor y ternura, alguna lagrimita… y todo bien si el espectador quiere dejarse llevar por la insinceridad que supone todo lo sin esfuerzo, lo light, lo que rebaja la verdad, lo aguado, falto de peso.
Pedro Antonio Urbina