Hace ya cinco años, una película de acción no demasiado ambiciosa rompía las taquillas de todo el mundo, lanzaba a Matt Damon al estrellato y recibía las alabanzas de la crítica, que vio en ella una interesante renovación del cine de espías. Se trataba de El caso Bourne. Dos años después, la franquicia se consolidaba e incluso daba un salto cualitativo en El mito de Bourne, gracias sobre todo a la trepidante puesta en escena del británico Paul Greengrass. Ahora, la saga y su director alcanzan la categoría de clásicos del género en El ultimátum de Bourne.
Teniendo en cuenta de que se trata de un filme de intriga, la mejor sinopsis de su argumento es quizá el lacónico resumen que ha ofrecido la propia productora: “En El caso Bourne, el protagonista intentaba descubrir quién era en realidad. En El mito de Bourne se vengaba por lo que le habían hecho. Ahora, Jason Bourne regresa a casa y lo recuerda todo”. Cabe añadir que, hasta que regresa a casa, debe pasar por Moscú, Turín, París, Londres, Madrid, Tánger, Nueva York y Los Ángeles, y que, en su camino, deberá enfrentarse con nuevos asesinos a sueldo de la CIA y que encontrará ayudas insospechadas, algunas también desde dentro de la discutida agencia federal, en la cual parecen saber cómo se inició la angustiosa huida de esa desmemoriada máquina de matar que es Jason Bourne.
De nuevo, el guión es mucho más sobrio, escueto y elaborado de lo que es habitual en el cine de acción convencional, en la saga James Bond o en sus numerosas imitaciones. En su agilísima sucesión de apabullantes secuencias de acción e interludios intimistas, el guión logra impulsar los dramas de los diversos personajes centrales, y especialmente de Jason Bourne. Este se muestra ansioso por descubrir su olvidada identidad, y en lucha permanente entre el afán de venganza contra los que han destrozado su vida y una incipiente conciencia de culpabilidad, que le lleva a moderar sus instintos asesinos. A pesar de este enfoque, la película, como sus antecesoras, resulta muy violenta y abusa en ocasiones de una puesta en escena aparatosa y de un montaje frenético, que debilita puntualmente la credibilidad de las situaciones.
En todo caso, Matt Damon y el resto de los actores -sobre todo Julia Stiles, Joan Allen y David Strathairn- se toman muy en serio a sus personajes, y Paul Greengrass los dirige con mano firmísima sin dejar de vapulear al espectador con sus secuencias de acción, algunas tan antológicas como el tenso acoso y derribo en la Estación Waterloo de Londres o la doble escapada en Argel, una y otra desarrolladas con un tempo visual y dramático prodigioso, siempre apoyado por la excelente partitura de John Powell. No es seguro que haya más entregas de la saga, ni que las dirija Paul Greengrass. Por una vez, y sin que sirva de precedente, los buenos aficionados al cine de acción y al buen cine en general estamos ansiosos por volver a disfrutar con ese binomio tan potente.