Hay películas que resultan de gran interés a pesar de tener un público potencial muy poco definido. No es fácil saber a qué tipo de gente puede satisfacer The Fall, pero no cabe duda de que estamos ante una cinta cautivadora, original y muy interesante. Eso sí: rara y atípica.
La historia se ambienta en los años veinte en Los Ángeles. Es la edad de oro del cine mudo. Cerca de los estudios cinematográficos hay un hospital católico en el que coinciden Alexandria, una niñita india inmigrante, ingresada por una fractura en un brazo, y Roy, un joven actor especialista, que se ha quedado casi paralítico por un accidente. Alexandria es todo dulzura e inocencia; Roy da vueltas a la idea del suicidio. Pero entre ellos surge un afecto alimentado por los relatos fantásticos que Roy cada día le cuenta a Alexandria, cada vez más implicada en dichas fábulas. Cuando el cuento empieza a parecerse demasiado a la realidad, Roy y Alexandria se darán cuenta que sus vidas han quedado vinculadas para siempre.
La película tiene dos columnas vertebrales. Una es la relación en el hospital entre Roy y Alexandria, rodada con el tono lúgubre de las películas de internados, pero con el contrapunto de luminosidad infantil. La otra es la del cuento por entregas de Roy, con una fotografía espectacular, un cromatismo apabullante y una dirección artística propia del mejor cine épico oriental. En medio está el drama de los personajes: una niña que busca un padre, y un adulto que ha perdido el amor de su vida y sólo quiere morir. El cuento será el escenario neutral donde abrir sus heridas y un marco metafórico ideal para curarlas.
La película en sí es un cuento que propone el amor que vincula responsablemente a dos personas como aquello que puede devolver el gusto por vivir. Cuando Roy descubre que la niña le quiere y le necesita, y que se ha convertido para ella en un referente vital, asume una nueva responsabilidad para con su propia existencia agónica.
Pero el elemento melodramático no lo es todo en la película. Esta supone todo un homenaje al cine mudo, al slapstick, a las películas de aventuras del estilo de Douglas Fairbanks, a los galanes a lo Valentino, a las primeras películas del oeste y al mundo de los actores especialistas y de los dobles, a los que nadie conoce y a los que tanto debe el cine de todos los tiempos. Pero fundamentalmente el film es un canto a los storytellers, a la fuerza del cuento como metáfora de la vida, y por tanto al cine como una forma contemporánea de “contar cuentos”.
Este collage de película que es El sueño de Alexandria sólo podría llevarlo a buen puerto un cineasta como Tarsem Singh, curtido en la publicidad y los vídeos musicales, ámbitos donde es conocido por su desbordante estilo visual. Su primer largometraje, La celda, ya apuntaba maneras y personalidad, pero es El sueño de Alexandria su mejor obra. Y un ingrediente esencial es haber contado para el papel protagonista con la niña rumana Catinca Untaru, un prodigio que lleva el film a unos niveles melodramáticos inauditos en una intérprete de su edad.